Edición N° 397 - Mayo 2016

El Papa, ¿jesuita paraguayo?

 

 

Ensayo incluido en el libro póstumo de Umberto Eco -escritor y filósofo italiano, experto en semiótica-  Pape Satàn Aleppe y publicado, en marzo pasado, en la revista Ñ del bonaerense diario Clarín, y que, a su vez, Mandu’a pone a consideración de sus lectores.

Este artículo de Humberto Eco forma parte del libro que salió a la venta en Italia y reúne ensayos de actualidad, muchos de los cuales se publicaron en Clarín.

El papa Francisco es un jesuita que asumió un nombre franciscano y prefiere pernoctar en hoteles sencillos en lugar de alojamientos lujosos. Lo único que le falta es calzarse un par de sandalias y ponerse el hábito de monje, expulsar del templo a los cardenales que llegan en sus Mercedes y regresar a Lampedusa para defender los derechos de los inmigrantes africanos allí detenidos.

A veces parece que Francisco es la única persona que todavía dice y hace “cosas de izquierda”. Sin embargo, también ha sido criticado por no ser suficientemente izquierdista: por no haberse pronunciado contra la Junta Militar argentina en los 70, no haber apoyado a la teología de la liberación, dedicada a ayudar a los pobres y a los oprimidos y no haber hecho pronunciamientos definitivos sobre el aborto y la investigación con células madre. Entonces, ¿dónde está colocado exactamente el papa Francisco?

En primer lugar, es un error considerarlo un jesuita argentino; quizá deberíamos verlo más bien como un jesuita paraguayo. Es muy probable que su educación religiosa haya estado influida por el “Santo Experimento” de los jesuitas en Paraguay. Hoy, lo poco que se sabe de esos eventos es gracias a “The Mission”, película de 1986 que, tomándose considerables licencias literarias, condensa 150 años de historia en tan sólo dos horas. Resumamos: de México a Perú, los conquistadores españoles llevaron a cabo matanzas indescriptibles, con el apoyo de teólogos que consideraban salvajes a los indígenas y creían tener la justificación divina para dominarlos. A principios del siglo XVI, el valiente misionero y cronista español Bartolomé de las Casas cambió de bando, renunciando a sus siervos indígenas y regresando a España para abogar por una forma de colonización más pacífica. Se opuso decididamente a la crueldad de conquistadores como Hernán Cortés y Francisco Pizarro, presentando a los nativos bajo una luz totalmente distinta.

A principios del siglo XVII, los misioneros jesuitas decidieron reconocer los derechos de los indígenas (especialmente los guaraníes, que vivían sobre todo en Paraguay en condiciones prehistóricas) y los organizaron en las llamadas “reducciones”, que eran comunidades auto-sustentables. Los jesuitas les enseñaron a organizarse por sí mismos, con el objetivo de “civilizarlos”, es decir, convertirlos.

La estructura socialista de esas aldeas nos hace pensar en la Utopía de Tomás Moro o en la “Ciudad del Sol” de Tommaso Campanella, pero los jesuitas se inspiraron en las comunidades cristianas primitivas. Aunque establecieron consejos de indígenas, designados por elección, a fin de cuentas los sacerdotes controlaban la administración de justicia. “Civilizar” a los guaraníes también significó prohibirles la promiscuidad, la pereza, la embriaguez ritual y el canibalismo ocasional. Los jesuitas armaron un estricto régimen paternalista. Y así, como en todas las llamadas utopías, podríamos admirar la perfección organizativa desde afuera, pero ciertamente no querríamos vivir ahí.

Con el tiempo, el conflicto por la esclavitud y la amenaza de los “bandeirantes”, los cazadores de esclavos venidos de Brasil, dieron pie a la creación de una milicia popular, respaldada por los jesuitas, que combatió valerosamente contra esclavistas y colonialistas. Poco a poco, los países católicos de Europa empezaron a ver a los jesuitas como agitadores peligrosos y en el siglo XVIII, a raíz de una directiva del papa Clemente XIV, España, Portugal, Francia proscribieron a los jesuitas. Así llegó a su fin el “Santo Experimento”. Muchos pensadores de la Ilustración calificaron al gobierno teocrático de los jesuitas como el régimen más monstruoso y tiránico conocido, pero otros lo vieron de otro modo. Lodovico Antonio Muratori habló de un comunismo voluntario inspirado en la religión; Montesquieu aseguró que los jesuitas habían empezado a sanar la llaga de la esclavitud.

Ahora, si decidimos juzgar las acciones de Francisco debemos de considerar el hecho de que han transcurrido cuatro siglos desde ese “Santo Experimento”; que ahora se reconoce ampliamente la noción de libertad democrática, incluso entre los integristas católicos; que el papa actual ciertamente no tiene la intención de realizar ningún experimento de ese tipo en Lampedusa; y que sería lo mejor que lograra eliminar gradualmente al Instituto para las Obras de Religión, el llamado banco del Vaticano. Empero, de vez en cuando no es tan malo captar un destello de la historia en los eventos que suceden en la actualidad.

 

Revista Ñ de Clarín

27.02.16

 

 

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