Edición N° 402 - Octubre 2016

Lo mejor que leímos

 

La lección de Medellín

La ciudad colombiana, antes célebre por su violencia y sus vínculos con el narcotráfico, recibió un premio internacional a la gestión de comunidades urbanas. Un ejemplo de participación, políticas de estado y buenas ideas.

Ninguna ciudad ha hecho un trabajo tan grande como Medellín”, consideró Khishore Mahbubani, uno de los jurados del premio Lee KuanYew World City Prize -considerado el máximo galardón del urbanismo en el mundo y el premio nobel de ciudades- y agregó que “la transformación de Medellín, de una ciudad violenta a una incluyente, significa una hazaña extraordinaria”.

El Premio mundial de las ciudades Lee KuanYew es un premio bienal internacional que rinde homenaje a los aportes sobresalientes en la gestión de comunidades urbanas en todo el mundo, reconociendo a individuos y organizaciones con iniciativas sostenibles y que muestren previsión, buen gobierno o innovación.

En el 2016 este premio recayó en la ciudad colombiana de Medellín. Entre las menciones otorgadas estuvieron ciudades de larga tradición urbanística como Viena y Toronto.

¿Pero qué ha estado haciendo Medellín, una ciudad enclavada en una geografía maravillosa, conocida por su clima de eterna primavera, tierra paisa de floricultores y cafetaleros, paraíso del mundo, pero con el estigma de ser una sociedad segmentada por la extrema violencia, la extrema riqueza, la extrema pobreza y el crimen? Lo que creo que ha estado haciendo Medellín, sus arquitectos, sus alcaldes, sus técnicos, es no eludir los problemas, hacer foco allí en donde el tema arde, sea esto la montaña de basura del vertedero a cielo abierto o sean los peligrosos asentamientos humanos en los cerros periféricos de la ciudad. Y trabajar siempre con la metodología participativa que implica escuchar a los vecinos, escuchar a los técnicos, escuchar a los geólogos, escuchar a los arquitectos, escuchar a los empresarios, escuchar a todos los actores urbanos sean curas, enfermeros, manosantas, ricos o pobres; y con este esfuerzo construir un diagnóstico participativo. Y creo esto porque hace 30 años, mientras aquellos asesinos adolescentes en moto (los mismos que inmortalizaría el escritor Fernando Vallejo en la novela La virgen de los sicarios) ensangrentaban Medellín sin que yo me enterara, concursé y gané con un proyectito de vivienda para aborígenes argentinos una extraña beca de entrenamiento de tres semanas en proyectos de vivienda participativa en la Facultad de Arquitectura de Universidad de Lübeck Medellín. Pronto descubrí que todo era menos bucólico y más terrible de lo que yo pensaba. En el centro había edificios altos de cuidado hightech a los cuales se podía entrar o salir sólo en auto. “Ni te muevas a pie”, nos decían. Por el nivel 0 caminaban el personal del servicio doméstico, guardias, porteros, vendedores ambulantes, policías y gente de aspecto inquietante. En los barrios “buenos” había jardines amurallados o enrejados, guardias con fusiles cuadra a cuadra, cabinas de vigilancia y almacenes con rejas. Y te gritaban al bajar del taxi que corrieras para que no te asaltaran. Muchos me dirán “igual que acá”, pero les aseguro que eso no era todavía así en nuestro país ni estaba en nuestra memoria social. También había en Medellín barrios cerrados periféricos, pero con torres con pisos en parques amurallados y vigilados, con el muy buen nivel de diseño arquitectónico de los colegas colombianos y que, discutibles o no, sostenían una densidad de uso del suelo más razonable que la colección de casas suntuosas en barrios cerrados a cuatro por hectárea que pronto invadirían nuestra periferia. Sea como sea, con aportes del Gobierno de Holanda y el Municipio de Medellín, la Facultad de Arquitectura de la Universidad se proponía no solo encarar los problemas urbanos, sino además entrenar a una veintena de profesionales jóvenes latinoamericanos cada año. Lo hacían del modo más sensato: con rigurosas clases diarias de urbanismo y economía; y del modo más complicado: entrando con un cura y/o con los técnicos del municipio y/o con un referente comunitario a los suburbios infinitos, empinados, plagados de narcos, pobreza e inestabilidad geológica y en los cuales las referencia para ubicarnos eran asteroides o pelotas de cables sobre altos postes de los que los vecinos se enganchaban. ¿La idea? Determinar puntos de abordaje para llegar con los servicios, analizar el riesgo geológico, pensar drenajes y pendientes, relevar tipologías de vivienda y patrones de asentamiento, escuchar y determinar cuándo y cómo se podía intervenir, cortar, abrir, suturar en el interior de ese tejido tan enfermo pero tan sorprendentemente vivo. De esa paciencia, del trabajo conjunto, de las ideas como política de estado, del análisis científico de los problemas reales por duros que parezcan, de esa mezcla intensa de problemas atroces y materia gris de la mejor, una ciudad que entonces parecía imposible se transformó en una ciudad distinguida por su esfuerzo integrador mientras que las nuestras, lentamente, se fueron segregando, segmentando, rompiendo, tapiando, con partes que no vemos, ni estudiamos, ni abordamos. Pasamos por poner un ejemplo de los peligrosos y poco fructíferos monobloques setentista a un océano de chalecitos sin estructura urbana. Nos cansamos y volvemos al monoblock en donde las plantas libres son tierra de nadie y un peligro social. Tal vez haya un camino de retorno para explorar en Medellín.

 

 

Fuente

María Sola

ARQ Clarín

30.08.16

 

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