Edición N° 406 - Febrero 2017

Lo mejor que leímos

 
  • Juan Cruz Ruiz

 

La primavera roja que iba a durar para siempre

No se sabrá nunca la verdad, pero lo que vimos todos fue que sobre el hombro izquierdo de Fidel Castro se posó una paloma y esa foto de los barbudos revolucionarios celebrando en La Habana la victoria sobre Batista circuló por todo el mundo como un milagro laico, como la celebración de una primavera roja que pasaba en invierno e iba a durar toda la vida.

Los adolescentes empezamos a creer en aquel hombre como en un nuevo dios, cuya actividad iba a desparramarse sin freno para beneficio de personas y países acostumbrados a que mandaran siempre los ricos y los mismos. En concreto, en España vivíamos una dictadura que quisimos asemejarla a la de Batista y en concreto en Canarias, en Tenerife, no estábamos tan lejos de La Habana. Nuestros abuelos fueron a Cuba a buscar tesoros debajo de los montículos donde pastaban tristes las cabras, aquella isla fue la de los sueños de nuestros antepasados, los primeros emigrantes de la ilusión y del hambre.

De pronto Cuba fue un mito, como si una paloma se hubiera posado sobre nuestros hombros de manera milagrosa, y los que nos sentíamos de izquierdas y procubanos, o procastristas, o admiradores del Che Guevara, comenzamos a llenar nuestras casas de recortes de periódicos, de revistas Bohemia, de libros revolucionarios o de retratos del Che o de esa fotografía de Fidel con la paloma sobre su hombro izquierdo.

Un amigo de entonces, Francisco González Casanovas, fue para mí el nexo más inmediato con Cuba, con lo que pasaba allí, con lo que pasaría. El, que era repartidor farmacéutico, era un convencido procubano y procastrista que no sólo creía en el milagro cubano sino que difundía la Revolución con mayúsculas como algo que iba a llevar salud a la humanidad, como esos mismos medicamentos que llevaba en su coche.

De hecho, con muchos de esos medicamentos me llevaba a los barcos cubanos donde unos marineros igualmente ilusionados, pero más realistas que nosotros, los recibían como una bala contra el bloqueo.

En esos barcos inolvidables comíamos arroz con frijoles, escuchábamos discursos de Fidel (hasta el discurso en el que el comandante se despidió de Ernesto Guevara, acribillado en Bolivia en 1967); y de esos barcos nos llevábamos discos, álbumes inolvidables de Carlos Puebla y de Pablo Neruda recitando, triste, sus largos poemas detenidos en el amor o en la guerra.

Fue un tiempo fantástico: creíamos tanto en aquello que no veíamos nada que le hiciera sombra. Hasta que pasaron algunas cosas que, en la dinámica política e intelectual de la época, dejábamos pasar como rumores esparcidos por el enemigo.

En la plaza de Los Patos de Santa Cruz un dirigente del comunismo de entonces, de los que nos mandaba sin discusión alguna, me reprochó que mi padre tuviera un camión para su trabajo.

Ese era el clima de la época: o creías o no creías, y entre las creencias había dogmas, como ese de que la paloma vino a ungir a Fidel Castro desde algún remoto lugar en el que no se producen errores o el dogma de que no creer te convertía de inmediato en un “gusano”. Pero hubo errores, millones de errores, errores que nadie puede hoy disimular mirando pajaritos preñados o palomas infalibles.

Pasó la censura y la persecución, de escritores, de disidentes, de homosexuales; pasaron los fusilamientos y las paradojas insensatas de una revolución que confundió la velocidad de su implantación con el acuerdo general de la población, y pasó la delación pagada, el rumor como instrumento de la persecución, los abucheos a los que no parecían estar de acuerdo.

Pasó la dictadura, pero no la del proletariado. La dictadura de la mente, y por lo tanto el miedo. Ese miedo al que le dio nombre el escritor Virgilio Piñera: “Fidel, tengo miedo”, cuando el comandante dijo que dentro de la Revolución (aun con mayúsculas) todo, fuera de la Revolución nada.

Y la revolución se fue haciendo en minúsculas y para el mundo, al menos para nosotros, los que creímos en la ilusión de los dogmas, la paloma se fue desdibujando, hasta morirse.

Ahora se ha muerto Fidel, aquella paloma. Y el silencio es atronador, porque dentro de él suenan preguntas terribles: ¿Por qué hizo volar la paloma? ¿Por qué la mató?

 

Juan Cruz

Revista cultural Ñ

03.12.16

 

Juan Cruz Ruiz

Periodista, editor y escritor español, miembro fundador del diario El País (España) donde ejerció de corresponsal en Londres. Fue jefe de Opinión y redactor jefe de la sección de Cultura. Ha sido director de coordinación editorial de Prisa (grupo multimedia español de comunicación, de radio, televisión, prensa escrita y editoriales), director de Comunicación de Santillana y responsable de la oficina del Autor.

Fue nombrado director adjunto de El País en el 2014.

En su faceta literaria, ha publicado una veintena de libros, entre los que destacan, la novela Crónica de la nada hecha pedazos (1972) por la que obtuvo el Premio Benito Pérez Armas o El sueño de Oslo (1988), galardonado con el Premio Azorín. Su último libro es El niño descalzo, Alfaguara.

Recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural en el 2012. 

 

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