Edición N° 416 - Diciembre 2017

Lo mejor que leímos

 
  • Vicepresidente Oriol Junqueras, junto con Puigdemont, los que se van.

  • Presidente catalán Carles Puigdemont. Cualquier cosa, menos un táctico.

 

El suicidio del anarquismo catalán

Material publicado el 28 de octubre pasado en el diario Clarín, de Buenos Aires, con la firma de Marcelo Cantelmi, editor jefe de Política Internacional del periódico porteño y docente de Historia de Conflictos en la carrera de Periodismo de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Palermo, de la capital argentina.

 

Uno de los comentarios más agudos que hizo el Partido Nacionalista Vasco, involucrado como consejero y mediador en la crisis catalana, fue alertar al presidente Carles Puigdemont que una declaración de independencia en estas circunstancias, sin aliados internacionales y solo con sectarios internos, no tenía ni siquiera un valor heroico. Que era la nada misma, un capricho efímero pero políticamente costoso. Ni el confuso progresismo de Podemos acompañaba esta aventura.

La recomendación de ese partido que gobierna el País Vasco y que tiene una tradición que le da solidez en estas cuestiones, iba aún más allá. Le aconsejó con firmeza al ejecutivo catalán que anunciara elecciones anticipadas por dos motivos. Porque de ese modo rompía la alianza entre el Partido Popular de Mariano Rajoy y el Partido Socialista de Pedro Sánchez, que avalaba que si había un llamado a las urnas, caía la intervención federal, al revés de lo que demandaba el oficialismo en Madrid. Pero en lo esencial, porque Puigdemont no debía dejar el camino liberado para que sea el gobierno español el que organice esas elecciones. Y eso es lo que ha ocurrido.

La intervención que derroca al ejecutivo completo, del presidente para abajo, y a las principales instituciones de la región, “es un hecho dramático que no aportará ninguna solución y muchísima crispación política a la situación política catalana, pero también a la española en general”, sintetizaba el dirigente vasco, Andoni Ortuzar. Es el precedente que la crisis ha corporizado lo que preocupa a estos dirigentes. En otras palabras, el trasfondo de anarquía que exhibe una rebelión donde una fracción catalana cuyo tamaño real es una incógnita produce semejante colapso.

Lo cierto es que el voto de hoy a la mañana (27.10) fue el resultado más buscado por Madrid. Rajoy también ha podido celebrar el zigzagueo de su colega regional, que tuvo la oportunidad de desafiarlo en el tablero político, pero archivó toda alternativa de ir adelante con una votación, por cierto muy resistida por sus aliados secesionistas radicales. Madrid ha preferido este desenlace porque un comicio convocado por las actuales autoridades iba a relevar a Puigdemont, pero instauraría seguramente en el poder a un independentista aún más duro. Ezquerra Republicana, del vicepresidente Oriol Junqueras, a la vez ministro de Economía de la región, defendió el proceso independentista al extremo de amenazar con romper la coalición gubernamental. Una salida electoral en ese marco colocaba a este dirigente en un camino pavimentado al poder, con el apoyo adicional de las organizaciones nacionalistas más rígidas como Candidatura Unidad Popular (CUP), con su propio bloque en el Parlament.

Es así que la intervención española tiene un objetivo no dicho pero evidente, busca eliminar totalmente a la vereda secesionista y lo hace con la ayuda ingenua de sus propios adversarios, en un proceso que pretende dejar en el camino de las candidaturas a los principales dirigentes independentistas. Tiene cómo hacerlo. La estructura judicial que se ha montado merodea el código penal para la mayoría de los responsables.

El desenlace del culebrón, en estos términos, tuvo la participación, entre adolescente y aventurera, de los secesionistas, debido a la amenaza que entrevén en una elección. El riesgo de una votación libre y legal, no como lo fue el polémico referendo del 1° de octubre, podía revelar que los independentistas no son la mayoría catalana como ellos proclaman y niegan sus críticos. Los antecedentes indicarían que esa preocupación tiene sentido. Sobre ese punto es interesante la conclusión de Carles Riera, uno de los líderes de la CUP, quien días atrás, cuando la alternativa de las urnas parecía consolidarse, sostuvo que “las elecciones son la herramienta más eficaz, demoledora y mortal para abortar” el proceso de independencia.

Un informe publicado esta semana por el diario El País sostiene que “el porcentaje del voto nacionalista independentista no se mueve desde hace 18 años: en las seis últimas elecciones estuvo siempre entre el 47 por ciento y el 49 por ciento del voto”. Incluso en la consulta del 1° de octubre, el resultado mostró un apoyo limitado de poco más del 30 por ciento sobre el universo del censo electoral regional. Durante ese periodo, de la media docena de elecciones, hubo todo tipo de gobiernos en Cataluña, hasta el actual de una agrupación de centro derecha ligada originalmente al establishment y el rico empresariado local. Esa pertenencia ideológica puede explicar las vacilaciones de Puigdemont que se encontró con su proyecto de ruptura en medio de una fuga masiva de más de un millar de las más importantes corporaciones catalanas cuyo regreso no está previsto ni siquiera si cambia el escenario.

Esta crisis tiene un costado aún más opaco y calculador. El Partido Popular encontró en ella una razón para legitimarse hundiendo en los archivos la oleada de denuncias de corrupción que asolaban a esa agrupación conservadora. También consolidó a Rajoy al frente del gobierno pese a los costos que ha generado el ajuste y la concentración de la economía. Así, el “cuanto peor mejor”, no solo ha sido un atributo de los anarquistas catalanes que en estas horas decidieron este notorio suicidio político. Las banderas progresistas que se usaron para inflamar los pechos con la palabra independencia son una curiosidad de este proceso. Si esa fuera la intención política, el camino hubiera sido el opuesto al nacionalismo y la preservación de la unidad cosmopolita europea. Es probable que la dirigencia catalana haya tomado esta medida a sabiendas de que no existirá en el tiempo. Si se produjera realmente la secesión, el país se encontraría en una crisis sin salida y acabaría como un paria nacional. Ha perdido buena parte de su estructura económica cuando era el 19 por ciento del PBI español. Las instituciones europeas han avisado que están con Madrid. Junqueras y sus aliados más duros han planteado que Cataluña seguirá en el mercado común a través de acuerdos bilaterales con la UE o con la Asociación Europea de Libre Comercio, la Efta, que es la puerta de entrada al Espacio Económico Europeo donde esta Noruega, sin ser miembro del euro y donde acabaría Gran Bretaña con su brexit.

Pero ahí radica un problema. Ese organismo ha recordado que el peaje es el voto unánime de los 28 miembros de la UE, es decir tiene que aceptarlo España. Como ha recordado esta columna, además, la deuda catalana supera los 76 mil millones de euros y una gran parte de ella es con Madrid, pero el problema no es sólo el tamaño de las obligaciones, sino que la deuda catalana circula por debajo del nivel de bono basura según las tres calificadoras globales, un indicador de la dificultad consiguiente para tomar crédito.

Esta construcción, más allá de su destino de callejón, muestra, quizá como ningún otro ejemplo, los riesgos del nacionalismo que con distintos rostros se ha extendido en Europa, cubriendo con consignas populistas y un anarquismo que se uniforma de izquierda a derecha, el enorme vacío ideológico que define a estas épocas.

 

www.clarin.com

27.10.17

 

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