Edición N° 392 - Diciembre 2015

Lo Mejor que Leímos

 

“La gente pasa su vida en una multitud de pequeños guetos, no sólo de pobres, también de ricos”

 

Según el historiador francés, quien llegó a la Argentina en el 2012 para presentar su libro La sociedad de iguales y brindar conferencias, el aumento de la inequidad que observa en las sociedades occidentales contemporáneas pone en riesgo los proyectos cívicos en común, indispensables para la supervivencia de toda democracia. Rescatamos este artículo del suplemento adn cultura.

 

“Mientras el civismo político progresa, el civismo social pierde terreno. El aumento de las desigualdades es, a la vez, su indicio y su motor”, afirma Pierre Rosanvallon. Ese desgarramiento de la democracia es, para el célebre historiador y filósofo francés, el mayor fenómeno de nuestras sociedades contemporáneas. “Sólo hallando el camino que conduzca a una igualdad auténtica e innovadora, nuestras sociedades se dotarán de un proyecto común y viable para el futuro”, dijo a adn cultura durante una entrevista en París, previa a la visita que realizara a la Argentina para presentar su último libro, La sociedad de iguales, en el año 2012.

Desde hace tres décadas, Rosanvallon -el titular de la cátedra de Historia de la Política Moderna y Contemporánea del Collège de France, el hombre que probablemente más haya reflexionado en Francia sobre las múltiples facetas de la democracia, la cuestión social y el estado de bienestar- construye una obra principalmente consagrada a la transformación de nuestras sociedades occidentales, sus logros, sus perversiones y los medios para devolverles una cohesión dislocada por el aumento de la desigualdad.

Gran conocedor de los procesos políticos latinoamericanos, el fundador de la “República de las ideas” –taller intelectual que desde 1997 reúne y publica a lo más representativo de la investigación en ciencias sociales- asegura que “la democracia no se limita a la elección. Para que todos se sientan representados en una nación son necesarias instituciones independientes, que se caractericen por un principio de imparcialidad”.

 

Después de tres décadas de reflexionar sobre la cuestión, ¿cuál es su definición de la democracia?

- La democracia no se limita a la elección. Cuando las dictaduras o los populismos intentan “vender” sus democracias, la definen casi siempre como el resultado de una elección. Esto es una definición minimalista. Hoy es fácil ver que el ciudadano no se contenta más con ser un simple elector. Hay una demanda de democracia más permanente que unas elecciones cada dos, tres o cinco años. El ciudadano pide que la democracia deje de ser un proceso de autorización electoral para gobernar y que, en cambio, sea definida como un gobierno democrático, como una acción democrática.

 

Es decir…

- Que la elección reposa sobre el hecho mayoritario, pero que la democracia es estar al servicio de toda la sociedad. Por eso cada vez es más frecuente la exigencia de crear, junto a las instituciones mayoritarias, otro tipo de instituciones, por ejemplo, una corte constitucional que represente los principios organizadores de la sociedad. La Constitución representa la memoria de la voluntad general. En muchos países también se multiplican las autoridades independientes. Porque si bien la democracia es el poder de todos, en la realidad es el poder de la mayoría. Para tratar de acercarse a la noción del poder de todos se han multiplicado las instituciones que se caracterizan por un principio de imparcialidad. La imparcialidad es la democracia de nadie. Nadie puede apropiarse de ella.

 

En su libro “La contrademocracia” usted afirma que también se multiplican otros modos de actividad ciudadana o cívica.

- Porque los ciudadanos quieren juzgar, controlar, evaluar la acción del gobierno. Quieren oficializar una obligación de rendición de cuentas permanente. Me refiero a esos comités independientes de control, del tipo de los whistleblowing (denuncia de irregularidades) o los watchdogs committees (comités de perros guardianes) en el mundo anglosajón. Ésa es otra manera de ser un ciudadano activo.

 

¿Se podría decir entonces que el ejercicio democrático se complica?

- Así es, contrariamente a lo que se pensaba en el siglo XIX. Tocqueville decía que la democracia se simplificaría cada vez más porque sería la consagración del poder aritmético.

 

En parte eso es verdad.

-Si hay algo sobre lo que todos estarán de acuerdo es que 51 por ciento de los votos es más que 49 por ciento. No obstante, cuando se trata de decidir cuál es el interés general o el bien común, pueden darse cantidad de respuestas contradictorias. Es por eso que la democracia se complica cada vez más. Progresa y se complica al progresar. Porque el ciudadano amplía su forma de participación más allá de la elección y porque las instituciones son cada vez más numerosas. Desde hace unos 30 años, hay una evolución masiva de la democracia. Se trata de un cambio radical en relación con el pasado. Estamos en un nuevo ciclo que podríamos llamar de “la organización de la democracia poselectoral”.

 

¿Usted cree que la percepción de la democracia es cultural?

-Si se toma la democracia no sólo como un modelo, sino también como experiencia, es fácil advertir que hay diferentes modos de democracia que son más o menos desarrollados. El universalismo democrático no es universalismo del modelo: es universalismo de la experimentación. Pero también es universalismo de sus patologías. La democracia es frágil y difícil y su historia no es sólo la construcción lineal de un modelo que mejora en forma permanente: también es la historia de las caídas en el pasado, de sus falsificaciones y de sus fracasos. Y para comprenderla correctamente, no sólo hace falta tener la visión progresista de un modelo que poco a poco alcanzará su cénit, sino además aceptar que es una historia con idas y venidas, con retrocesos considerables durante los cuales, a veces, con el pretexto de construirla, se termina traicionándola. Europa es el ejemplo más representativo en ese sentido. Este continente fue el inventor de la democracia parlamentaria. Pero, al mismo tiempo, fue el que vio las peores perversiones de la democracia. Fue el continente del totalitarismo. Los comunistas decían que su sistema serviría para construir una democracia real y no formal. Los nazis invocaban el principio de soberanía del pueblo. Naturalmente se puede decir que América Latina ha sido el continente de la perversión democrática bajo la forma de los populismos.

 

Al mismo tiempo que su definición del modelo democrático es evidentemente optimista, en su último libro, “La sociedad de iguales”, usted habla de una “crisis de la igualdad” en nuestras sociedades contemporáneas. Llega incluso a evocar una “descomposición de las sociedades democráticas”, una verdadera “contrarrevolución”.

- Porque hay un tercera definición de la democracia. La democracia es a la vez un régimen político, es decir, un conjunto de procedimientos, de discusión, de nominaciones, de legitimación y de instituciones de interés general. Al mismo tiempo, es una actividad ciudadana. Pero hay una tercera dimensión: la democracia es también un proyecto de sociedad. Tocqueville lo llamaba “sociedad de semejantes”. Una sociedad en la cual -explicaba- no todo el mundo sería lo mismo, sino donde todos serían respetados por igual, donde todos tendrían derecho a su autonomía y las mismas posibilidades de construir su existencia.

 

Y hoy todo cambió.

- Hoy las desigualdades son cada vez más profundas. Se puede decir que la historia del siglo XX marcó una ruptura con el liberalismo del siglo XIX. El siglo XX -en todo caso en Europa-, fue el “estado de bienestar”, la reducción de las desigualdades, el retroceso de los rentistas con relación a los empresarios, la negociación colectiva de los salarios, la construcción de un mundo común a todos. Si se miran las cifras entre 1914 y 1973 -es decir, el año del primer shock petrolero-, la reducción de las desigualdades en todos los sectores es considerable. A partir de ese momento, se produjo una involución de ese proceso. Ése es el problema central de las democracias: continuaron progresando con problemas. El fin del siglo XX fue el del retroceso del totalitarismo en el mundo, de las dictaduras, de las tiranías y, al mismo tiempo, los ciudadanos se volvieron más educados, más capaces de juzgar, de criticar y de informarse. Al mismo tiempo, se replegó lo que yo llamo “la sociedad de iguales”. Y eso es un problema fundamental al cual hoy estamos confrontados.

 

¿Cuál es la causa de esa involución? ¿La economía, el individuo, el Estado?

- Yo prefiero llamarla “contrarrevolución” para poner el proceso en perspectiva con la Revolución Francesa. Se trata de un mecanismo muy complejo, aunque -para simplificar- se pueden señalar tres aspectos. El primer factor es económico: hemos pasado de un capitalismo de organización a un capitalismo de innovación. Durante los 30 años de crecimiento sostenido en Europa -entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y la salida de crisis de los años 30 y los años 70-, la economía europea tenía una tasa de crecimiento importante, pero no fue un momento de gran innovación tecnológica. Fue un período de desarrollo del mercado, en que no se inventó la energía nuclear, ni la electricidad, la aviación o el automóvil. Todo eso era herencia de la primera revolución industrial. Lo que hizo la riqueza económica no fue la innovación tecnológica sino la apertura, mediante el aumento del salario, a una producción de masa. Los bienes se transformaron en productos de consumo masivo, hechos por empresas organizadas en torno a una forma de producción colectiva: el trabajo en cadena. Eran empresas cuyos resultados dependían de la calidad de la organización. La contrapartida social fue una progresión de todos los actores, que avanzaron en forma simultánea. Como era la organización la que determinaba la productividad, todos los actores (obreros, cuadros, ingenieros, empresarios) eran solidarios. Eso contribuyó a legitimar la reducción de las desigualdades. El mundo pasó después a un capitalismo de innovación, en el cual no es la calidad de la organización la que prima, sino la invención del individuo. Hoy las empresas no nacen porque son organizaciones, sino porque hay alguien que tuvo una idea, como Steve Jobs o Bill Gates, inventores que construyen empresas a partir de invenciones tecnológicas. El segundo factor es que, en el interior de ese capitalismo de innovación, la productividad ya no está subordinada a la calidad de la organización sino al compromiso de cada individuo. Se terminó la producción en cadena. Esto transformó profundamente el capitalismo, que pasó de ser un capitalismo de la generalidad a ser un capitalismo de la singularidad. Esto modificó también la percepción que tienen los individuos de lo que es justo. Antes lo justo era que la gente se sintiera miembro de la organización general. Ahora se percibe como justo la contribución de cada uno a un sistema general.

 

Pero usted también menciona la importancia de la singularidad.

- Hay otro factor sociológico y psicológico;  en efecto, cada uno quiere a la vez ser como todos, pero cada vez más singular. El progreso de la sociedad moderna se caracteriza por que cada uno reclama un derecho a la singularidad mientras que, durante mucho tiempo, el progreso fue ser como los demás. Esa necesidad de singularidad es un progreso. Pero cambia profundamente la relación entre el individuo y la sociedad. Se trata de una evolución de las modalidades de la demanda de emancipación, de construcción de sí mismo. Antes la emancipación se producía dentro de un grupo protector. Hoy la emancipación es también tener oportunidades en el nivel individual, existir en la propia singularidad. Este factor hace más legítima la búsqueda de diferencia. Antes toda diferencia era percibida como una anomalía. En nuestros días, ciertas diferencias son percibidas en forma negativa, es verdad, por ejemplo, en el caso de los salarios de los altos empresarios. Salarios que se multiplicaron por diez en el curso de las últimas décadas sin que su contribución al esfuerzo productivo se haya incrementado. Las vedetes del show business (farándula) o del fútbol no son objeto de esas críticas en cuanto a sus remuneraciones estratosféricas.

 

Hay un tercer factor que es la globalización.

- En un sentido preciso, lo propio de la mundialización es cambiar el modo de composición de las desigualdades. Los desequilibrios en los años 60 eran muy fuertes entre países y muy débiles dentro de cada país. La desigualdad de salario entre un habitante europeo y uno chino era de 1 a 30 pero, en el interior de China, la diferencia entre sus habitantes era muy reducida. Con la mundialización, la brecha entre naciones se reduce. En 30 años, el nivel de vida promedio de China será igual al europeo. En contrapartida, dentro de China como dentro de Europa habrá un desarrollo marcado de las desigualdades. Los desequilibrios se mundializan de esa forma. Ése es el fenómeno clave de la mundialización. Ese nivel de desigualdades está acompañado por el sentimiento de que las instituciones de solidaridad del estado de bienestar han perdido legitimidad. Y así llegamos al cuarto factor: la deslegitimación progresiva del estado de bienestar.

 

¿Cuál es la razón de ese desapego?

- El estado de bienestar está construido sobre una base “aseguradora” y, para muchos, no reposa suficientemente sobre un principio de responsabilidad, de compromiso de los individuos o de un sistema de reciprocidad. Todas las críticas que recibe el estado de bienestar se concentran en el argumento de que no todo el mundo respeta las reglas del juego. Son factores a la vez objetivos, sociológicos y psicológicos los que explican no sólo el aumento de las desigualdades, sino también las formas de tolerancia ante esas desigualdades.

 

Desde otro punto de vista, si tomamos el caso de Francia y de muchos otros países occidentales -excepto los anglosajones-, el tradicional modelo republicano de sociedad que se transmite en las escuelas no existe más. ¿Qué hacer en ese caso?

- El modelo republicano fue el modelo perfecto de la igualdad de oportunidades. La idea republicana era que la escuela debía hacer un niño de la república. Existía una cierta utopía con respecto a ese modelo porque se creía que era posible suprimir la reproducción social. La escuela debía ser la institución que suprimiría todas las desigualdades sociales. Hoy sabemos que no es así. La escuela no puede ser la única institución de producción de igualdad de oportunidades. Son necesarias otras instituciones que tengan el mismo objetivo, sobre todo para otorgar una igualdad permanente de oportunidades. El sistema francés llevó al extremo la idea de que todo se juega en la juventud. Si alguien no sigue estudiando a los 14 años, saldrá del sistema y nunca más podrá reintegrarse. En Estados Unidos es muy diferente, todos tienen una segunda oportunidad, incluso una tercera. No aquí. Ésa es una forma de producir una sociedad esclerosada y jerárquica. Pero la escuela no sólo existe para ocuparse de la igualdad de oportunidades, también existe para aprender a convivir. Es una institución de la vida en común. Hoy vivimos en un espacio social cada vez más fracturado, dividido, segregado, donde la gente pasa su vida en una multitud de pequeños guetos. No sólo guetos de pobreza, sino también guetos de ricos. En todos los niveles hay mecanismos de separación y secesión social.

 

¿La derecha y la izquierda tienen la misma responsabilidad en ese proceso?

- La derecha jugó a fondo la carta de sustituir la idea de igualdad por la idea de equidad de oportunidades. Y la izquierda ha carecido de modelo.

 

Entonces ¿qué hacer?

- Es necesario conservar la utopía de la igualdad de oportunidades, pero también lo es llegar a una igualdad de oportunidades permanente, y no sólo, también es necesario producir otro modelo. Eso es exactamente lo que yo llamo la “sociedad de iguales”: un modelo que da prioridad al principio de reciprocidad. Vivimos en sociedades dislocadas, fracturadas, donde el impuesto ha perdido legitimidad. Para devolvérsela, para volver a legitimar la redistribución social, hay que restituir a la gente la sensación de que convive con el resto del cuerpo social. Todo el desarrollo del estado de bienestar se consiguió porque había dos factores esenciales. Primero hubo un reformismo por el miedo. Se hicieron reformas para evitar las revoluciones, para evitar el comunismo. La gente había vivido además las terribles experiencias de las dos guerras mundiales. Hoy el reformismo del miedo ha dejado de funcionar porque nadie teme al comunismo, mientras que el miedo a la inseguridad o al terrorismo no producen solidaridad, sólo consiguen que la gente se repliegue, produce separación social. La condición previa absoluta a toda política de reconstrucción de la solidaridad es devolver un sentido social común, poner el acento en la política urbana, que la gente viva en espacios más humanos que en la actualidad, con menos guetos. Son cosas simples. Hay que terminar con los espacios de segregación, donde la gente no tiene ni siquiera transportes en común para moverse. Es también tratar de que la gente tenga un mejor conocimiento de la sociedad en la que vive. El historiador Michelet decía en 1848 que “el gran problema de la sociedad francesa es que padecemos una terrible ignorancia entre unos y otros”. Y esto no es sólo una responsabilidad de los dirigentes, es una responsabilidad de la prensa, de las asociaciones, de todo el cuerpo social que debería esforzarse en terminar con los estereotipos. Terminar con un mundo dividido en bloques: el bloque del islam, de la exclusión, de los blancos, de los ricos y de los pobres. Es necesario que todos comprendan que hay derechos y responsabilidades iguales para todos. El drama se produce cuando un grupo siente que las reglas se aplican sólo a algunos. A partir de allí, todo se explica: la corrupción, la desobediencia y el descreimiento. Esto, teniendo en cuenta la necesidad de singularidad de la que hablamos antes. Ningún modelo social será viable si no integra la variable de la singularidad.

 

En siete años, desde la última vez que lo entrevistó adn cultura, el populismo no ha hecho más que ganar terreno. No sólo en América latina, sino también en Europa ¿Cuál es la razón?

- Además de los modelos sociales que hemos enumerado, defendidos por la derecha y por la izquierda, hay una tercera vía propuesta por el populismo para el que la respuesta es la homogeneidad. Su discurso es siempre el mismo: “Nuestras sociedades van mal porque son heterogéneas y porque hay gente que viola las reglas de juego”. Y los que violan esas reglas son en algunos países los inmigrantes; en otros, las elites. “De modo que, si conseguimos desprendernos de ellos, todo irá mejor. Y todo iría mejor si, en vez de abrirnos al mundo, aplicáramos una política proteccionista.” Ésa es exactamente la visión que se había desarrollado en Europa a fines del siglo XIX. Cuando Maurice Barrès (teórico de la derecha nacionalista), decía en Contre les étrangers(Contra los extranjeros), libro de 1893, que “la nación se definía mediante la exclusión”. Para él, el proteccionismo era la idea constitutiva del nacionalismo. Pero no el proteccionismo como elemento de política económica, sino como filosofía radical. Naturalmente, esas políticas de la hegemonía alimentan la xenofobia. Hoy lo vemos en Europa. El populismo es un discurso sobre el estado de bienestar, un discurso sobre la cuestión social: para los populistas, la identidad y la homogeneidad son la respuesta a la cuestión social.

 

Hablábamos recién de la legitimidad representativa. Hugo Chávez será presidente por cuarta vez. Ganó las elecciones. ¿Se puede decir que su representatividad es legítima?

-Tiene una legitimidad de autorización. Ha sido elegido por la mayoría de los electores, en consecuencia, tiene permiso para gobernar. Pero no se puede olvidar que modificó la Constitución para poder ser reelecto y, sobre todo, que Venezuela es un Estado rentista: el 51 por ciento de sus ingresos provienen del petróleo. El poder de Chávez, como el de muchos populismos, residía en la redistribución de la renta. En todo caso, lo que es realmente característico del populismo latinoamericano es esa pretensión de reemplazar la democracia representativa por un principio de reencarnación. En un discurso, Chávez decía: “Yo no soy Chávez. Chávez es cada uno de ustedes”. Me hizo pensar en Eva Perón, cuando respondía a quienes la atacaban por el lujo de sus trajes y sus zapatos: “¿Acaso el pueblo no tiene derecho a usar trajes y zapatos lujosos?”. Como si el pueblo vistiera esas prendas cada vez que ella se las ponía.

 

Fuente
Luisa Corradini 
Diario La Nación 
www.lanacion.com.ar
09.11.12

 

 

Perfil

Historiador e intelectual francés nacido en Blois, capital del departamento de Loir y Cher. Su obra escrita y su tarea académica están referidas principalmente a la historia de la democracia, al modelo político francés, al papel del Estado y a la cuestión de la justicia social en las sociedades contemporáneas. Es profesor de historia moderna y de política en el Colegio de Francia de París y director de estudios en la Escuela de altos estudios en ciencias sociales (Ehess, del francés École des hautes études en sciences sociales).  Ha sido uno de los principales teóricos de la autogestión, en su acepción de economía política. En su libro, L’âge de l’autogestion (La era de la autogestión), sostiene la herencia filosófica de esta corriente administrativa en Karl Marx y en Alexis de Tocqueville y anuncia una “rehabilitación de lo político” por la vía de la autogestión.

 

 

Revista

Ver ediciones anteriores

Suscribete

Y recibí cada mes la revista Mandu'a

Suscribirme ahora