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Año 41 - N° 490 - Febrero 2024

Editorial

Urge acabar con universidades que dan títulos, no idoneidad

Tras la caída de la dictadura, hubo una explosión de universidades en todo el país. El tradicional monopolio de hecho de las dos universidades -la Nacional y la Católica-, que permitía acceder a estudios superiores solo a un pequeño grupo de privilegiados empezaba a romperse.

Aquello que en teoría era para el país muy relevante, pronto se constituyó en una gallina de los huevos de oro para algunos políticos y sus aliados. Algunos diputados aprovecharon para crear en varias ciudades cabeceras departamentales con filiales en sus distritos, incluso fuera de ellas, universidades hechas a imagen y semejanza del clientelismo y la corrupción.

Eso permitió que en la década de 1990 y en los primeros años del Siglo XXI el país quedara inundado de universidades. Lo que menos importaba era la calidad. En un garaje, altillo o improvisada aula a punto de derrumbarse llegó a funcionar un curso. De la calidad de los docentes, en general, ni hablemos. Y de las evaluaciones, tampoco. La cosa era recaudar. Y para ello, los que pagaban sus cuotas debían pasar.

El resultado es desastroso. Es cierto, hay miles de profesionales, pero sus títulos no necesariamente avalan los conocimientos propios de cada saber y hacer específicos. Solo unas pocas universidades -de las 54 que existen, de las cuales 8 son públicas y 46 privadas- se salvan de la mediocridad impuesta por la política y el dinero.

Ya el daño a gran cantidad de estudiantes ilusionados con una mejor calidad de vida gracias a su acceso a la universidad estaba consumado. Fue allí cuando el Parlamento dio su estocada final: se otorgó a sí mismo, en el 2013, la facultad de aprobar por ley la apertura y funcionamiento de las universidades en virtud de la Ley 4995 de Educación Superior.

A partir de ahí, el Consejo Nacional de Educación Superior (Cones), encargado de la política pública del sector y la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación de la Educación Superior (Aneaes) -que ya funcionaba desde el 2003, pero de modo intrascendente porque no influyó en el mejoramiento, en general, de las carreras universitarias- se dedicaron tímidamente a cumplir sus roles.

Hoy muchas carreras de las distintas universidades están ya acreditadas luego de pasar un relativamente riguroso análisis de sus puestas al día en todos los órdenes. Otras siguen enseñando sin esa obligatoria acreditación, siendo perjudicados los alumnos.

Hay que celebrar la existencia de gran cantidad de universidades. Lo que no se puede seguir tolerando es que algunas sigan engañando a los estudiantes y lucrando a costa de ellos sin ofrecerles una contrapartida de idoneidad académica y profesional.

El Cones y la Aneaes tienen mucho que ver en el saneamiento de la podredumbre instalada, pero sobre todo algunos políticos tienen que dejar el campo libre para que las universidades sean realmente un bien público, un espacio de formación, investigación y servicio a la sociedad y no un mercado de venta de títulos.

 

 
 

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