Edición N° 381 - Enero 2015

Yo, Oscar Niemeyer

 

Nacido en Río de Janeiro en 1907, donde murió días antes de cumplir 105 años, fue uno de los arquitectos más importantes del siglo XX. Un libro reúne bocetos y reveladores textos autobiográficos de este genial arquitecto. El suplemento ADN de La Nación (Bs.As.) dio un anticipo donde narra  sus comienzos laborales, la relación -no exenta de tensiones- con Le Corbusier y la creación de Brasilia. Con la publicación de este material Mandu’a rinde tributo, una vez más, al genial maestro de la arquitectura.


Empezaré diciendo que mi nombre completo es Oscar Ribeiro de Almeida de Niemeyer Soares. Ribeiro y Soares son apellidos portugueses, Almeida es árabe y Niemeyer, alemán. Soy, por lo tanto, y con satisfacción, un mestizo, como son mestizos la mayoría de mis hermanos brasileños.
Esa preocupación, que menciono obstinadamente en los libros que he publicado, es fácil de explicar.
Cosas del pasado. De mi juventud, que viví en casa de mis abuelos Ribeiro de Almeida, en el barrio carioca de Laranjeiras. Conservo muchos recuerdos de aquellos tiempos. Las comodida-des de las que siempre disfrutamos sin preguntarnos nada, y él, mi abuelo, juez del Supremo Tribunal Federal durante muchos años, que murió pobre, dejándonos solamente aquella casa hipo-tecada. Recuerdos de un período de bonhomía y rectitud que hoy ya no abundan.
Eso explica mi deseo de no dejar en el olvido el nombre de una persona tan recta, y que tan buena fue con todos nosotros. ¡Cómo cambió todo con la muerte de mi abuelo! La vida se volvió más difícil, la imprenta de mi padre no podía cumplir los nuevos compromisos que surgían, y poco a poco se impuso la necesidad de simplificar las cosas. Mi padre se quedó en Copacabana y yo, con mi mujer, mi hija y la tía Milota, fuimos a vivir a una casa sobre la avenida en Leblon.
Yo ya estaba estudiando arquitectura -no trabajaba- y vivíamos del alquiler de una casa que Milota tenía en el centro de la ciudad.
En el tercer año de estudio, los arquitectos en ciernes buscaban hacer prácticas en las empresas constructoras, donde entraban en contacto con los problemas típicos de la profesión y se les garantizaba un salario razonable. A pesar de la difícil situación financiera en la que vivíamos, yo no quise imitarlos; en cambio, preferí colaborar ad honorem en el estudio de Lúcio Costa y Carlos Leão donde, decían, podría encontrar el camino de la buena arquitectura. Esa decisión muestra que ya desde aquella época los asuntos de dinero no me interesaban. Yo sólo deseaba ser un buen arquitecto.
Como estudiante podía colaborar poco, pero dibujaba bien, y gracias a eso pude sentirme más útil para aquellos buenos amigos.
En esa época las grandes obras eran otorgadas a las grandes empresas constructoras; a los arquitectos les quedaban los trabajos menores: residencias, clubes, etc. De allí el interés con que Lúcio aceptó la propuesta del ministro de Educación y Salud, Gustavo Capanema, para proyectar la sede de su Ministerio.
Entusiasmado, Lúcio alquiló otra oficina y organizó su equipo: Carlos Leão, Affonso Reidy, Jorge Moreira y Ernane Vasconcelos. Yo, recién egresado, continué asistiéndolos. Fue entonces cuando, por indicación de Lúcio, Capanema invitó a Le Corbusier para, con el pretexto de dar unas conferencias, proponerle que proyectara una universidad en Mangueira, en Río de Janeiro. Lúcio me pidió que lo acompañara en calidad de dibujante, y durante 15 o 20 días tuve la oportunidad de conocerlo mejor. Venía todas las tardes a ver mis dibujos, le gustaba mi manera de dibujar. Luego los publicó en un libro sobre sus trabajos y eso generó una franca simpatía entre nosotros.
Fue durante ese período que Lúcio resolvió mostrarle a Le Corbusier el proyecto que había elaborado para el Ministerio. Le Corbusier fue radical: propuso un nuevo proyecto. Dos, en realidad. Uno para un terreno imaginario a orillas del mar. Otro para la locación definitiva. Sorprendido, pero generoso como era, Lúcio dejó a un lado el proyecto que tanto le interesaba para aceptar y apoyar la propuesta de Le Corbusier.
Quedó acordado que Lúcio se encargaría de desarrollar el proyecto elaborado para la locación definitiva. Y empezamos a dibujar bajo la dirección de Carlos Leão, Affonso Reidy y Jorge Moreira. Personalmente prefería el primer proyecto de Le Corbusier, que era mucho más lindo, y no sé por qué dibujé algunos croquis basados en él. Ubiqué el bloque principal en el centro del terreno, independicé el salón de exposición y el auditorio, y creé un área abierta para que el pueblo pudiera atravesar el edificio de lado a lado.
A Leão le gustaron los croquis. Lúcio, que recién llegaba, pidió verlos, y yo, que no pretendía intervenir en los diseños ya en curso, los arrojé por la ventana. Lúcio los mandó a buscar y, tan entusiasmado como Leão, decidió utilizarlos.
Los diseños ya en curso estaban muy adelantados. Recuerdo que Jorge Moreira dijo afligido: “¡Lúcio, el proyecto está casi concluido!”. Pero Lúcio fue inflexible y mis croquis fueron adoptados. Por supuesto que, dado lo ocurrido, mi situación en el estudio cambió. Pasé a integrar la comisión de arquitectos y, gradualmente, llegué a ser el más escuchado y el más activo de los colaboradores de Lúcio.
Siempre declaramos, y así consta en la placa conmemorativa de la inauguración del edificio, que se trata de un proyecto de Le Corbusier, sin poner énfasis en las modificaciones que nos vimos obligados a hacer durante su desarrollo. Pero ahora, volviendo a verlas, advierto que nuestro aporte no fue menor. Cambiamos la ubicación del edificio principal, trasladándolo al centro del terreno. Debido a esto, el salón de exposiciones y el auditorio quedaron abiertos a la plaza, y la plaza quedó cruzando el edificio de lado a lado. Las altas columnas, antes ocultas por los ventanales del edificio, quedaron expuestas como verdaderos pilotis, y ciertamente resultan más imponentes. En el proyecto de Le Corbusier todas las columnas exteriores tenían sólo cuatro metros de altura. En el edificio principal también nos vimos obligados a crear un corredor central para sustituir la galería lateral prevista en el proyecto.
Le Corbusier había pensado una fachada principal y otra secundaria, pero, con la solución adoptada, fue posible mantener las dos fachadas iguales, incluso sin los voladizos destinados a los baños, que desmerecían la fachada trasera. En cuanto a los parasoles, que Le Corbusier acostumbraba construir con placas fijas horizontales de hormigón armado, nosotros preferimos hacerlos de amianto y basculantes para proteger mejor el interior. Casi todas esas modificaciones estaban en los croquis que presenté. A mi entender, sin embargo, no fueron determinantes para la importancia del proyecto elaborado por Le Corbusier.
Durante la época en que Capanema fue ministro, Lúcio diseñó un nuevo proyecto para una universidad en Mangueira. Era un proyecto importante. Recuerdo las grandes perspectivas que dibujé con carbonilla, proyectando los croquis sobre las paredes a altas horas de la madrugada.
Creo que mi desempeño le pareció relevante a Lúcio. Recuerdo que, al terminar los trabajos, le dijo a Jorge de manera categórica: “Jorge, no puedes ganar más que Oscar. Deben sumar sus salarios y dividirlos por dos”. Y ahí intervine yo diciendo: “Propongo sumar los tres salarios, el de Jorge, el de Reidy y el mío, y dividir el total por tres”. Reidy ganaba lo mismo que yo.
No era la primera vez que Lúcio me apoyaba. En 1937, siendo vencedor del concurso de proyectos para el Pabellón de Nueva York y sumamente entusiasmado con los croquis que yo había presentado, insistió en llevarme a los Estados Unidos para que elaboráramos juntos el proyecto definitivo.
A veces, un incidente cualquiera tiene una influencia determinante sobre nuestras vidas. Y fue uno de esos incidentes el que me acercó a Capanema e hizo que fuéramos amigos para siempre.
Durante la construcción de la sede del Ministerio de Educación y Salud, Capanema nombró a Carlos Leão para que organizara el proyecto de la universidad, bajo la supervisión del ex ministro Souza Campos.
Contando ya con la colaboración de Reidy y de Jorge Moreira, Leão me convocó un buen día y me dijo: “Oscar, vas a proyectar el hospital, pero si Souza Campos llega a preguntarte qué edificio estás diseñando, no le digas que es el hospital. Es un cretino absoluto y exige que todo hospital tenga forma de Y”. Días después, el ex ministro se acercó a mi tablero e indagó: “¿Qué edificio es este?”. No daba para mentir y le respondí: “Es el hospital”. Irritado, pegó un puñetazo sobre la mesa: “Aquí no quiero nada con forma de salchicha”. Así llamaba aquel lego al edificio lineal que Le Corbusier había proyectado para la sede del Ministerio.
Discutimos. Yo dije todo lo que tenía que decir y renuncié. Capanema rechazó mi renuncia y me convocó para que formara parte de su gabinete de asesores. Y allí me quedé, asesorándolo en todo lo relativo a la arquitectura o las artes plásticas. Y nos hicimos amigos. Fue Capanema quien me hizo conocer al gobernador Benedito Valadares y después a Juscelino Kubitschek, que tanta influencia tuvieron sobre mi carrera de arquitecto. [...]
Nunca consideré la sede del Ministerio de Educación y Salud como la primera obra de arquitectura moderna brasileña, aunque sí como un ejemplo de la arquitectura de Le Corbusier, un arquitecto extranjero que esclareció para todos nosotros los postulados del movimiento moderno, el uso de los pilotis, de la estructura independiente, de los paneles de vidrio, lo cual fue muy importante para nuestra arquitectura.
La primera obra moderna de importancia diseñada por un arquitecto brasileño, que yo recuerde, fue la sede de la ABI (Asociación Brasileña de Prensa), proyectada por los hermanos Roberto. Marcelo Roberto era un arquitecto de talento excepcional y su estudio en Río fue, sin duda, el que realizó mayor número de obras modernas en la ciudad en una determinada época.
Es evidente que, después de lo que relaté sobre mi participación inesperada en el proyecto de la sede del Ministerio de Educación y Salud, me sentía más optimista respecto de mis posibilidades de intervenir correctamente en la arquitectura. Eso explica la libertad con que actué en el proyecto de Pampulha, a pesar de que era la primera obra relevante que llegaba a mis manos.
De Le Corbusier recordaba los proyectos publicados y los textos en los que definía con tanta precisión sus ideas sobre la arquitectura y el urbanismo, aunque yo ya me inclinaba hacia una arquitectura más libre, más liviana y más desenvuelta y más cercana a nuestras antiguas iglesias coloniales, lejos de las estructuras contundentes preferidas por el francés. Y me viene a la memoria aquel poema que escribí sobre el ángulo recto, tan diferente del que escribí sobre la curva en mi arquitectura:
No es el ángulo recto lo que me atrae,
ni la recta línea, dura, inflexible, creada por el hombre.
Lo que me atrae es la curva libre y sensual;
la curva que encuentro en las montañas de mi país,
en el curso sinuoso de sus ríos,
en las olas del mar,
en el cuerpo de la mujer preferida.
De curvas está hecho todo el universo.
El universo curvo de Einstein.

Pampulha definió el vocabulario plástico de su arquitectura “en un juego inesperado de rectas y curvas”
Un día, Le Corbusier comentó que yo tenía las montañas de Río en los ojos. Me causó gracia. Prefería creer, como André Malraux: “Guardo dentro de mí, en mi museo particular, todo lo que vi y amé en la vida”.
Y fue con desenvoltura, mientras trabajaba en los proyectos de Pampulha, como me interné en ese mundo fascinante de curvas y formas diferentes que ofrece el hormigón armado.
En numerosas ocasiones me vi obligado a trabajar bajo régimen de urgencia y con plazos inflexibles. Recuerdo mi primer encuentro con JK (Juscelino Kubitschek), y recuerdo que me dijo alborozado: “Niemeyer, usted proyectará el barrio de Pampulha. Un área a la vera de una represa, con casino, iglesia y restaurante”. Y con el mismo optimismo con que veinte años después decidió construir Brasilia, concluyó: “Necesito el proyecto del casino para mañana”. Pedido que cumplí, trabajando toda la noche en un hotel de la ciudad.
Pampulha fue el puntapié inicial de Brasilia. El mismo entusiasmo. Las mismas corridas. La misma preocupación por terminar lo que se había proyectado en el plazo establecido. ¡Con cuánta alegría JK nos llevaba en lancha, a altas horas de la noche, para que viéramos los edificios reflejados en las aguas de la represa!
Hice muchos viajes a Pampulha por rutas de tierra entre Río de Janeiro y Belo Horizonte y con sumo interés acompañé las obras junto a mi amigo, el ingeniero Marco Paulo Rabello, que las realizó y concluyó en poco tiempo, modernas y diferentes como queríamos.
Recuerdo el casino ya funcionando, las paredes revestidas de ónix, las columnas de aluminio, la crema y la nata de la ciudad paseándose elegante por las rampas que comunicaban la planta baja con el salón de juego y la boîte. Ése era el ambiente festivo y sofisticado que deseaba suscitar JK. Y la iglesia con su serie de curvas, enriquecida por el mural y la Vía Sacra de Portinari, por los bajorrelieves de Ceschiatti y por los dibujos de la techumbre de Paulo Werneck.
Cuando iniciamos el proyecto del club, JK me advirtió sonriendo: “Benedito cree que el casino tiene demasiadas columnas”. Pero los dibujos del club ya estaban terminados y allí está todavía, con su fachada que sugiere las soluciones internas, como volcado sobre las aguas de la represa. Pero fue en el Salón de Baile -el restaurante- donde pude desarrollar las curvas con mayor desenvoltura, haciendo que la marquesina acompañara la línea de la costa, suelta y ondulada como yo quería.
Con la obra de Pampulha comenzó a definirse el vocabulario plástico de mi arquitectura en un juego inesperado de rectas y curvas. Las grandes techumbres curvas descendían en rectas, lo que les daba un aspecto diferente, justificado por el problema de la carga estructural. Otras veces se desdoblaban en curvas repetidas e imprevisibles creadas por mi imaginación de arquitecto.
Y dentro de ese mundo de formas nuevas y desconocidas, me veía obligado a acompañar el proyecto con un texto explicativo.
Cuando en Belo Horizonte proyecté un auditorio independiente del edificio principal de una escuela -auditorio que, por la forma adoptada, alguien sugirió que semejaba un papel secante- tuve que explicar en un texto adjunto que esa forma era producto de las curvas de visibilidad fijadas. Cuando diseñé mi casa en la Estrada das Canoas, con la techumbre llena de curvas, tuve que aclarar que las curvas eran el resultado de la solución interna. Incluso respecto de las columnas en V que diseñé en cierta ocasión, y que no tendrían que haber asombrado a los que conocían el Palacio de los Dogos en Venecia, me vi obligado a explicar que los vanos diferentes de la planta baja y de los pisos superiores me llevaron a ellas.
Esa necesidad de tener que esclarecer mis proyectos me condujo a implementar un sistema de trabajo muy particular. Cuando llego a una solución, de inmediato la describo en un texto explicativo. Si la lectura del texto me deja satisfecho, comienzo los diseños definitivos. Y si por el contrario los argumentos no me satisfacen, vuelvo al tablero. Es una especie de prueba del nueve. En realidad, en la mayoría de los casos mis proyectos son aprobados a partir de la lectura de los textos. Poca, muy poca gente conoce los secretos de la arquitectura. [...]

La sede de las Naciones Unidas
En 1947 Wallace Harrison me invitó a formar parte del equipo de arquitectos que debía proyectar la sede de las Naciones Unidas. El día que llegué a Nueva York, Le Corbusier llamó por teléfono a mi hotel para pedirme que me encontrara con él en una esquina de la 5a Avenida.
Hacía mucho frío. Solícito, Le Corbusier me prestó su sobretodo diciendo: “Haré como san Francisco”. Y como la casa de Oscar Nitzke quedaba cerca, fuimos caminando hasta allá mientras él me contaba su historia. Su proyecto estaba siendo muy criticado y quería que yo estuviera de su lado y colaborara con él. Acepté. Durante unos días intenté ayudarlo, hasta que Wallace Harrison me convocó a su oficina: “Oscar, yo lo invité para que presentara su propio proyecto como todos los demás arquitectos, no para que trabajara con Le Corbusier”. Le comenté a Le Corbusier lo ocurrido y él me respondió: “Usted no puede hacer eso, va a crear confusión”. Pero unos días después me aconsejó: “Mejor haga lo suyo. Están esperando su proyecto”.
Concluí mis croquis en una semana. Confieso que el proyecto de Le Corbusier no me gustaba. Pienso que había sido originalmente diseñado para otro lugar: el edificio de la Gran Asamblea y los Consejos, situado en el centro del terreno, lo dividía en dos.
En mi proyecto mantuve el edificio indispensable de las Naciones Unidas y separé los Consejos de la Gran Asamblea, ubicando a los primeros en un edificio bajo y extenso junto al río, y a la Asamblea en un extremo del terreno. Acababa de crear la Plaza de las Naciones Unidas.
Budiansky, asesor de Le Corbusier, fue el primero en verlo: “Su proyecto es mejor que el de Le Corbusier”. Y el propio Le Corbusier, que apareció enseguida, comentó después de haberlo examinado detenidamente: “¡Es un proyecto elegante!”
Wallace Harrison volvió a convocarme: “Oscar, su proyecto cuenta con preferencia unánime; voy a proponerlo en la próxima reunión”.
Ese mismo día subí en el ascensor con el arquitecto que representaba a China y me dijo: “Hoy votaré por usted”.
Al iniciarse la reunión, Le Corbusier intentó una vez más defender su proyecto: “No hice diseños bonitos, pero es la solución científica de todo el programa de las Naciones Unidas”. Y yo comprendí que se refería a mis diseños.
La reunión se animó. Wallace Harrison propuso mi proyecto, que fue aceptado por unanimidad. Todos me felicitaron. Hasta la secretaria vino a abrazarme. Mi proyecto había sido elegido.
Pero a la salida, Le Corbusier me pidió: “Quiero hablar con usted mañana temprano”.
Lo recibí. Le Corbusier me propuso cambiar la ubicación de la Gran Asamblea, trasladándola hacia el centro del terreno: “Es el elemento jerárquicamente más importante y su lugar es ése”. Yo no estaba de acuerdo. Eso acabaría con la Plaza de las Naciones Unidas y dividiría de nuevo el terreno.
Pero Le Corbusier insistió y parecía tan atribulado que resolví aceptar. Y presentamos juntos un nuevo estudio, el proyecto 23-32 (23 era el número de su proyecto original y 32 el del mío).
Wallace Harrison no aprobó mi decisión. A fin de cuentas, me había consultado antes.
Los trabajos prosiguieron.
Se hicieron pequeñas modificaciones y, en realidad, el edificio construido corresponde (y eso es fácil de verificar) en sus volúmenes y espacios libres al proyecto 23-32 presentado.
Pero debo considerarlo como un trabajo de equipo; nuestra tarea se limitó a definir el partido arquitectónico. El resto, todos los detalles, fueron elaborados por Wallace Harrison, Abramovitz y sus colaboradores. De Wallace Harrison y Abramovitz sólo recuerdo corrección y amistad.
En cuanto a Le Corbusier, nunca comentó ni dijo media palabra sobre el proyecto 23-32, pero recuerdo que unos meses después, cuando estábamos almorzando en su departamento, me miró y me dijo: “Usted es generoso”.
Y sentí que, un poco tarde sin duda, aludía a aquella mañana en Nueva York cuando, para complacerlo, dejé de lado mi proyecto, que además ya había sido escogido por la Comisión de Arquitectos.
Sería natural, teniendo en cuenta los hechos relatados, que yo guardara cierto rencor al hablar de Le Corbusier. Pero no es así. Hoy lo recuerdo con el mismo entusiasmo con que 40 años atrás fuimos a recibirlo al aeropuerto. El arquitecto genial que, aquel día, nos pareció que bajaba del cielo.
Al contrario, siempre lo sentí como un ser humano que traía dentro de sí un mensaje, un canto de belleza que no podía callar.
Prefiero terminar aquí. No tengo nada más que decir sobre lo que ocurrió cuando elaboramos el proyecto para la sede de las Naciones Unidas.
Pero eso no impide que, al mirar la foto de la obra realizada, me sienta un poco triste. ¡Ah... cuánta falta hace la Plaza de las Naciones Unidas que diseñé! [...]

Los inicios de Brasilia
Durante el largo período transcurrido entre Pampulha y Brasilia continué en contacto con JK y por pedido suyo diseñé varios proyectos para Minas Gerais, como el Colegio Estadual, la Escuela Júlia Kubitschek, el Banco Mineiro da Produção, la Biblioteca Estadual y el Teatro Municipal de Belo Horizonte, además de un hotel y un club que proyecté para Diamantina.
Recién en 1957 surgió el tema de la Nueva Capital. JK fue a buscarme a mi casa en la Estrada das Canoas y juntos bajamos a la ciudad. Quería construir Brasilia, una nueva capital para nuestro país y, como había ocurrido antes con Pampulha, deseaba contar con mi colaboración... Con la mía y con la de Marco Paulo Rabello, que al igual que yo lo acompañó desde Pampulha hasta la inauguración de la nueva ciudad. Entusiasmado, JK me comentó que pretendía construir una ciudad moderna y concluyó envalentonado: “La más bella del mundo”. [...]
Acompañé a JK en el primer viaje que hizo al lugar. Recuerdo que el ministro de Guerra, el general Lott, me preguntó: “¿Los edificios del Ejército serán modernos o clásicos?”. Y yo le respondí: “En la guerra, ¿usted prefiere armas modernas o clásicas?”. Y él sonrió con simpatía.
Fueron tres horas de vuelo; confieso que no tuve una buena primera impresión del lugar. Lejos, lejos de todo, una tierra vacía y abandonada. Pero el entusiasmo de JK era tan grande su objetivo de llevar el progreso al interior del país era tan válido, que todos terminamos concordando con él.
La distancia, la conveniencia de la presencia de JK en el lugar para mantener la euforia del emprendimiento nos llevaron a pensar que era necesario iniciar los trabajos con la construcción de una posada donde él pudiera alojarse los fines de semana. Se pensó en una casa de madera. Diseñé las plantas. Juca Chaves y Milton Prates comandaron la construcción y yo firmé un pagaré que, descontado en un banco, permitió realizar la obra, luego conocida como “Catetinho” en referencia al Palacio de Catete. Quince días después, JK ya la utilizaba. Era su refugio de la política, de los que cuestionaban la construcción de la Nueva Capital, un lugar donde conversar con los amigos y discutir cómo sería la nueva ciudad, su sueño dilecto. A la vuelta de la casa había un grupo de árboles -como un pequeño oasis- que la destacaba en aquella tierra rasa y vacía del terreno. Recuerdo que el agua provenía de una caja colgada en uno de los árboles, que el espacio para estar y conversar era bajo los pilotes, en torno a una larga mesa rodeada de bancos de madera. Circulaban el whisky y la camaradería. Nuestro amigo Bernardo Sayão traía en helicóptero los víveres y otros elementos necesarios por la mañana temprano y Brasilia ya estaba en el corazón de todos.
Habíamos empezado a trabajar en el proyecto en la sede del Ministerio de Educación y Salud, en Río de Janeiro. Pero poco después me pareció conveniente que nos mudáramos a Brasilia. Y allá fui con mis colaboradores. No me convencía llevar sola-mente arquitectos e invité a otros amigos: un médico, dos periodistas y cuatro camaradas que no entendían una sola palabra de arquitectura. Estaban sin trabajo, eran inteligentes y divertidos, y comprendí que era el momento de ayudarlos. Yo no quería pasar las noches de Brasilia hablando de arquitectura, que para mí no es sino un complemento de la vida, que es muchísimo más importante que la arquitectura.
La cuestión del Plan Piloto se volvió urgente y organizamos un concurso internacional. Inquieto, JK insistía: “Niemeyer, no podemos perder tiempo. Haga usted mismo el Plan Piloto”. Pero yo no aceptaba. Incluso pensaba que Reidy podría participar en el concurso. De todos nosotros, debido a la función que ejercía en la Prefectura de Río, era el más informado sobre el tema. Pero Reidy no se presentó y el que sí lo hizo fue Lúcio Costa, con su talento excepcional.
Recuerdo que intentaron cancelar el concurso cuando ya estaba por terminar y el proyecto de Lúcio se destacaba entre todo el material recibido. El presidente del IAB contactó a Israel Pinheiro y le sugirió que se nombrara una comisión de urbanistas para elaborar un nuevo proyecto. Israel le dijo que la cosa era conmigo y fue en el Club dos Marimbás, en presencia del arquitecto João Cavalcanti, donde declaré: “De mi parte van a encontrar todos los obstáculos”. Y Lúcio fue el vencedor.
Era una solución urbanística innovadora: los distintos sec-tores independientes, el área habitacional vinculada al pequeño comercio y las escuelas, el Eje Monumental recordando con su monumentalidad la grandeza de nuestro país, y la Plaza de los Tres Poderes completándolo, volcada sobre el cerrado como Lúcio quería.
El Plan Piloto contemplaba la escala variada, humana o monumental, que sólo un hombre sensible como Lúcio podía concebir.
El primer proyecto que pusimos en marcha en Brasilia fue el Palacio de la Alborada. Su ubicación no había sido establecida en el Plan Piloto. Y no podíamos esperar. Salimos a buscarla con Israel Pinheiro, los pastos altos golpeándonos las rodillas, cerrado adentro.
Diseñé el proyecto. Un edificio simple en dos plantas. Des-tinado a residencia del presidente y a su área de trabajo. Lo proyectamos con tanto esmero que ambos sectores se comunican sin perder la independencia deseable. Recuerdo el balcón amplio, sin antepecho, elevado un metro sobre el suelo y protegido por columnas que formaban una serie de curvas repetidas. Recuerdo que André Malraux dijo cuando visitó el palacio: “Éstas son las columnas más hermosas que he visto, después de las columnas griegas”. Las copiaron en Brasil, en un edificio de correos en los Estados Unidos, en Grecia, en Libia, en todas partes. Las copias nunca me molestaron. Tal como había ocurrido con Pampulha, las aceptaba satisfecho. Eran la prueba de que mi trabajo le gustaba a mucha gente.
El palacio sugería cosas del pasado. El sentido horizontal de la fachada, la ancha galería protectora, la pequeña capilla que evocaba como un eco nuestras viejas casas de fazenda.
Después del Palacio de la Alborada comenzamos a estudiar el Eje Monumental y dimos inicio al proyecto con la Plaza de los Tres Poderes. La plaza estaba integrada, como establecía el Plan Piloto, por el Palacio del Planalto, el Palacio del Supremo Tribunal Federal y el Congreso, este último un poco más aleja-do. Alejamiento justificado por una serie de espejos de agua e hileras de palmeras.
Pero la idea de que el Congreso debía integrarse a la Plaza de los Tres Poderes me preocupaba, lo cual explica que hayamos mantenido la techumbre de ese palacio al mismo nivel de las avenidas, permitiendo que quienes se acercan vean, por encima de ella y entre las cúpulas proyectadas, la Plaza de los Tres Poderes, de la cual el Congreso forma parte.
Y con esta solución las cúpulas del Senado y de la Cámara Baja se volvieron más imponentes y monumentales, quedando así exaltada su jerarquía en el conjunto.
Recuerdo a Le Corbusier diciéndole a Ítalo Campofiorito, mientras subían por la rampa del Congreso: “¡Aquí hay invención!”. Fueron las enormes cúpulas de ese palacio las que tanto lo sorprendieron por la osadía inventiva que revelaban.
Al diseñar los palacios del Planalto y del STF decidí mantenerme dentro de formas regulares y utilizar el mismo tipo de apoyo como elemento de unidad plástica, lo que explica el diseño más libre que adopté para las columnas de esos dos edificios en particular.
Los palacios apenas parecen tocar el suelo. Una opción arqui-tectónica que el pernambucano Joaquim Cardozo, ingeniero y poeta, el brasileño más culto que conocí, defendía diciendo: “Algún día voy a hacer las columnas todavía más delgadas, de hierro macizo”. [...]
En los dos edificios que diseñé a continuación, el Palacio de Justicia y el Itamaraty, mi preocupación fue prever una arquitectura más simple: esa arquitectura elegante y frecuente que se ve por todas partes. Es una arquitectura fácil de elaborar y que disfruta de gran aceptación entre la inmensa mayoría.
Esa arquitectura más frecuente terminaría funcionado como un momento de pausa y reflexión que propiciaría una comprensión más amplia de la arquitectura más libre que prefiero.
La idea de hacer una arquitectura diferente me permite decirles a los que visitan hoy la Nueva Capital: “Ustedes van a ver los palacios de Brasilia, y podrán gustarles o no, pero jamás podrán decir que han visto antes algo parecido”. Y esta afirmación se verifica en la Catedral de Brasilia, diferente de todas las catedrales del mundo, expresión pura de la técnica del hormigón armado y el prefabricado. Sus columnas fueron construidas desde el suelo, para crear luego en conjunto el espectáculo arquitectónico. Fue un trabajo sumamente delicado que mi colega Carlos Magalhães da Silveira dirigió con gran competencia. Vale la pena tomar en cuenta otros detalles que enriquecieron la arquitectura, como el contraste de luz con la galería en sombras y la colorida nave. Allí están los bellos vitrales de Marianne Peretti, los ángeles de Ceschiatti y la posibilidad inédita, que tanto agradó al representante del Papa, de que los fieles miraran por los vidrios transparentes esos espacios infinitos donde se cree que habita el Señor. La tarea del arquitecto es inventar su arquitectura, una arquitectura que pocos, muy pocos podrán comprender.


Oscar Niemeyer
Traducción: Teresa Arijón y Bárbara Belloc.
www.lanacion.com.ar
ADN Cultura
16.05.14

 

 

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