Edición N° 443 - Marzo 2020

ARCILLA BARRO & MADERA

 

¿La respuesta del Paraguay a la arquitectura modernista?

Hasta hace menos de un siglo, los ayoreos vivían como nómadas en el Chaco, una región cálida y seca de sabanas y bosques espinosos que cubría cerca de 8 millones de hectáreas en el oeste de Paraguay, el sudeste de Bolivia, el norte de Argentina y una pequeña franja del sur de Brasil, región conocida por los españoles como el infierno verde. Los Ayoreo fueron ingeniosos en la construcción de sus modestos refugios: dependiendo de los materiales disponibles, solían construir una cúpula baja de hojas sobre ramas de quebracho, excavar la tierra caliente hasta llegar al subsuelo más frío, y luego mezclar esa tierra con savia de cactus, esparciendo la pasta gruesa resultante entre las hojas del techo para impermeabilizarlo. Asentados en el suelo ahuecado bajo la cúpula, los interiores estaban frescos y oscuros, un alivio ante la hostilidad del bosque. “Estos refugios no son reconocidos como ‘verdes’ o ‘ecológicos’”, dice el arquitecto José Cubilla, de 50 años de edad. “Pero esto es lo que me interesa: cuestiones obvias, soluciones obvias, materiales simples.”

En 2016, Cubilla recibió el encargo de un francés de diseñar una casa rural con un mínimo presupuesto. Este cliente, que poco después de conocer a la familia de su esposa paraguaya, decidió construir una casa más espaciosa que la casita de dos habitaciones donde los padres de su esposa la criaron a ella y sus tres hermanos, en su finca de 5 hectáreas en Piribebuy. “Aquí vivían rodeados de tierra, por lo que querían una casa como las de Asunción, de radiante hormigón “, relata Cubilla. Transportar todo el material al campo iba a resultar muy costoso, por lo que Cubilla propuso una alternativa: ¿Y si pudieran eliminar por completo el costo de los materiales cavando un tajamar para las vacas lecheras de la familia y utilizar como materia prima la tierra sobrante? Empleando una técnica llamada tierra apisonada - en la que la tierra se mezcla con pequeñas cantidades de cemento y agua y luego se coloca en moldes de madera y se deja cocer al sol - erigió una casa de 250 m2 con cinco habitaciones, el 86% de la cual estaba hecha de materiales naturales.

La casa emerge en medio de un bosque de cocoteros, como una extensión literal de la tierra colorada. La tierra paraguaya es rica en hierro con alto contenido de arcilla aglutinante, lo que la hace ideal para este tipo de construcción. Las bóvedas hechas con ladrillos de barro ondulan sobre los tres volúmenes de la casa. Al fondo se encuentran el dormitorio principal y la cocina -grandiosa y austera como un refectorio monástico- situados en el lado opuesto de un patio acristalado a la sombra de un inmenso yvyrá-pytá. Las ventanas en forma de aspilleras y triforio dibujan con los rayos de sol semicírculos en el piso, llenando el frugal interior de la casa con una suave luz eclesiástica.

Pero este espacio de meditación es sobre todo funcional, su forma grácil fue moldeada por las realidades del presupuesto y los materiales disponibles (o la falta de ellos). Los techos de 3,5 metros de altura refrescan el interior al hacer circular el aire caliente hacia arriba y hacia fuera, como las cavidades ahuecadas de los termiteros, que se encuentran por todo Paraguay, que dan su nombre a la casa: Vivienda Takurú. Al igual que muchas de las audaces construcciones de bajo costo - que en las últimas dos décadas han hecho de Paraguay un lugar inesperado para la innovación arquitectónica -y al igual que las humildes viviendas ayoreo, que se adaptan perfectamente a las duras condiciones que sobrellevan- la casa es tanto un ejercicio de excavación como de construcción. “La construcción”, dice Cubilla, “es la destrucción”.

Vivienda Takurú, José Cubilla

DE HECHO, LA DESTRUCCIÓN ha sido parte de la historia de Paraguay desde hace mucho tiempo. Desde fines del siglo XVI, tras la fundación de Asunción por los invasores españoles, los misioneros jesuitas establecieron una serie de comunas proto-socialistas autosuficientes pobladas en su totalidad por indígenas guaraníes. A mediados del siglo XVII, cuando los españoles y los portugueses formalizaron sus fronteras coloniales, los guaraníes se negaron a marcharse y entraron en una guerra de dos años por su territorio con la ayuda de algunos jesuitas. Para el año 1767, la corona española ya había desterrado a los jesuitas de las colonias del Nuevo Mundo, aunque sus misiones permanecieron intactas como fantasmales ruinas rojas en medio de la grama esmeralda. De 1814 a 1840, Paraguay se convirtió en un experimento de autarquía, liderado por un visionario pero represivo dictador, José Gaspar Rodríguez de Francia, más conocido como el Dr. Francia o El Supremo, que confiscó la propiedad privada, cerró las fronteras (excepto para un limitado comercio) y persiguió activamente a los intelectuales. A mediados del siglo XIX, el país había inspirado la imaginación de escritores románticos ingleses como Thomas Carlyle y Robert Southey, seducidos por las historias de las misiones jesuíticas y la misteriosa y autosuficiente república del Dr. Francia. “Paraguay siempre ha sido un territorio mágico, la periferia de la periferia”, dice el arquitecto Solano Benítez, de 56 años, figura principal de la escena arquitectónica contemporánea del país.

Poco más de dos décadas después de la muerte del Dr. Francia en 1840, el tercer dictador de Paraguay, Francisco Solano López, destruyó los vestigios edénicos de su país cuando se embarcó en una quijotesca guerra contra Brasil, Argentina y Uruguay, la Guerra de la Triple Alianza, que sigue siendo el conflicto bélico más sangriento en la historia de América Latina. En sólo seis años, la guerra se cobró casi el 80 por ciento de los hombres de Paraguay y terminó con un par de tratados que cedieron cerca de un cuarto del territorio de la nación a sus oponentes. Entre 1890 y 1910, cuando América Latina recibió la mayor afluencia de migración europea en la historia de la región, Paraguay atrajo a muy poco de ellos, en gran parte debido a su aislamiento y a su devastada economía. Sesenta y dos años después de terminada la guerra de la Triple Alianza, justo cuando la población empezó a repuntar, el Paraguay entró en un conflicto de tres años con Bolivia por el Chaco. Esta vez, el Paraguay logró preservar su integridad territorial, pero no sin antes enviar a la muerte a miles de hombres. Aunque la Guerra del Chaco terminó en 1935 con una victoria paraguaya, el país nunca vio el auge demográfico que impulsara la eclosión creativa de las naciones vecinas durante el siglo XX. Con apenas siete millones de habitantes repartidos en una zona del tamaño de California -que tiene cinco veces más residentes- el país, que limita con Bolivia al noroeste, Brasil al norte y Argentina al sur, se ha recuperado en gran medida de las depredaciones de esos decenios, sin embargo muchos paraguayos siguen viendo la suya como una nación definida por sus luchas y pérdidas.

De 1954 a 1989, mientras países como el Brasil y México se redefinían a través del modernismo, el Paraguay languidecía bajo el gobierno embrutecedor de un dictador, el general Alfredo Stroessner, que cimentó su economía en el contrabando de cigarrillos, whisky y Rolex falsificados. (El proyecto industrial de mayor envergadura de esa época fue la construcción, dirigida por el Brasil, de la enorme represa hidroeléctrica de Itaipú, terminada en 1991, que destruyó los monumentales Saltos del Guairá, mientras que enriqueció los bolsillos de los amigos del régimen). “La dictadura hizo todo lo posible para frenar la modernidad, por lo que una cultura más rural perduró aquí durante mucho tiempo”, dice el arquitecto Javier Corvalán, de 57 años, cuya oficina, Laboratorio de Arquitectura, ha sido un espacio de entrenamiento para jóvenes arquitectos desde inicios del nuevo milenio. Hasta hace poco, era difícil acceder a los materiales que se fabricaban fuera del país, y gran parte de la piedra granítica que existía cerca de Asunción había sido sobreexplotada. Eso limitaba la disponibilidad de materiales a una arenisca blanda y roja, que no era lo suficientemente estable para la construcción; a los ladrillos, hechos a mano durante generaciones en las olerías existentes en los alrededores de la capital; a maderas de cedro, lapacho y petereby procedentes de los densos bosques orientales o recuperadas de casas antiguas; y al cemento, lejos el más costoso. “¿Qué hace la gente en estos casos? Se ingenian”, dice Solano Benítez.

Tras treinta años de la caída de la dictadura, el Paraguay sigue siendo el tercer país más pobre de Sudamérica, después de Bolivia y Guyana, a pesar del crecimiento económico de la última década (impulsado en gran medida por la actividad sojera y ganadera, pero con nefastas consecuencias ambientales). Sin embargo, la dura realidad de la escasez y el aislamiento permitió que surja una nueva generación de arquitectos: todos menores de 60 años, amigos y colegas en la Facultad de Arquitectura (FADA) de la Universidad Nacional de Asunción; cada uno forma parte de lo que el arquitecto Lukas Fúster, de 37 años, describe como “una familia conectada por la misma ética” que es la de crear una arquitectura vernácula. Como alternativa a la tendencia mundial de principios del siglo XXI hacia el uso de tecnología de avanzada y las contorsiones salvajes posibilitadas por las imágenes computarizadas, Paraguay ha establecido una impresionante arquitectura basada en la escasez, hecha con materiales asequibles y tecnologías arcaicas para lograr estructuras de gracia acrobática e imaginación desafiante. Es como si el mundo industrial, en el que existe gran parte del discurso en torno a la arquitectura (y su financiación), se hubiera despertado de un largo y agradable sueño sólo para descubrir que la “periferia de la periferia”, como la describió Benítez, había sido la realidad todo el tiempo. Los recursos siempre han sido finitos. El desperdicio siempre ha sido moralmente indefendible. La tierra es, por definición, limitada. Una arquitectura formada alrededor de esas verdades, no fundada en la estética sino en el diseño, puede ser la única modernidad viable que queda. Paraguay se encuentra ahora en la vanguardia internacional no a pesar de su tardía llegada a la modernidad, sino debido a ella.

Casa-Taller Las Mercedes, Lukas Fúster

“Sería ridículo decir que la dictadura mató la modernidad”, me dijo Fúster el día que nos conocimos en su casa de Asunción, construida en parte con maderas recicladas, “pero mató la educación, que es peor, porque no pudimos participar en la construcción de esa modernidad”. Un puñado de edificios modernistas de alta calidad aparecieron en Paraguay bajo Stroessner - como el emblemático Hotel Guaraní en el centro de Asunción, diseñado por un grupo de arquitectos brasileños - pero la mayoría fueron obra de extranjeros. Irónicamente, la primera facultad de arquitectura de Paraguay, fundada en la Universidad Nacional de Asunción en 1957, surgió poco después del inicio de la dictadura más longeva del país. Según Fredi Casco, el curador y director artístico de la Fundación Texo, que alberga una pequeña galería de arte diseñada en 2017 por Benítez y su socia, Gloria Cabral, de 37 años, la facultad de arquitectura pronto se convirtió en el programa elegido por los jóvenes artistas que buscaban evadir el embrutecedor clasicismo del Instituto Superior de Bellas Artes, fundado el mismo año que el programa de arquitectura. Y mientras el régimen de Stroessner perseguía a escritores e intelectuales - de niño, Corvalán recuerda las periódicas visitas de la policía para revisar la biblioteca familiar - “los funcionarios del gobierno eran demasiado ignorantes para notar el comentario político en el arte visual”, dice Casco. “El arte no era visto como peligroso. La palabra escrita sí lo era.”

Al proporcionar un medio de expresión visual fuera de las restricciones tradicionales del arte clásico, la FADA -que produjo líderes del arte paraguayo contemporáneo como el arquitecto escultor Jenaro Pindú y el polimata pintor-escultor Carlos Colombino- se convirtió en un espacio en el que los aspirantes a profesionales podían experimentar libremente, aunque para algunos erigir encargos tanto privados como públicos resultó ser un reto. La construcción, después de todo, era cara, y la riqueza se concentraba en manos de aquellos allegados al dictador. A pesar de un comienzo auspicioso y de su staff talentoso, la FADA nunca llego a convertirse en “un lugar de debate arquitectónico”, dice Javier Rodríguez Alcalá, de 60 años, ex profesor de la mencionada facultad. Sin embargo, la debilidad intelectual del sistema educativo tuvo sus beneficios: “Nos permitió ser más híbridos, a incentivar un mayor espíritu de experimentación”, añade Corvalán. En Brasil y México, donde sí hubo escenarios propicios para el modernismo gracias a periodos de crecimiento económico y gobiernos nominalmente progresistas, los arquitectos contemporáneos “continúan preservando, alimentando, evolucionando una tradición”, dice Corvalán. “Aquí, no teníamos esa tradición, así que somos más libres”.

Corvalán, que se graduó en 1987 en la facultad de arquitectura de la Universidad Católica de Asunción, pasó los primeros años de su carrera trabajando como carpintero a la par que participaba en concursos de arquitectura. A fines de los años 90, ganó su primer gran concurso para diseñar un centro cultural en el centro de Asunción, y en el año 2000, trasladó su estudio a Luque, una ciudad aledaña a Asunción que entonces se caracterizaba por sus calles sin pavimentar y sus vacas errantes. Como muchos arquitectos, pasó gran parte de los primeros años de su carrera diseñando casas privadas para los miembros de la clase intelectual de la capital: progresistas y con sentido estético pero no necesariamente pudientes. En 2008, su suegro, un escritor, le encargó una casa sencilla en un terreno de 360 m2 a pocas cuadras del estudio de Corvalán en Luque. Para mantener un bajo costo, el arquitecto analizó proyectos anteriores y, al encontrar que el techo era el elemento más costoso, decidió techar la casa de 70 m2 y su quincho de 35 m2 con paneles de metal corrugado y tableros de aglomerado prensado, la mayoría de los cuales eran sobrantes de otras obras. Suspendió el techo de un par de paredes de ladrillo en ángulo que emergieron del suelo como trozos de la corteza terrestre empujados hacia arriba por repentinas fuerzas tectónicas. Para evitar que salga volando en días de mucho viento, cargó el techo con piedras recogidas del lugar. Las piedras fuerzan hacia abajo el material liviano doblándola en una curva, recordando la forma de la hamaca paraguaya, por lo que al proyecto se llamó Casa Hamaca.

Al igual que la Vivienda Takurú y otras emblemáticas residencias paraguayas, el exterior de la casa es simple, sus materiales desnudos, la gama de colores se limita a lo que se encuentran en el entorno: el marrón de la madera, el rojo de la arcilla, el gris del hormigón. El único adorno es la estructura misma, tanto frágil como cinética, con su mecánica rudimentaria al descubierto. Pocas de las nuevas construcciones paraguayas hacen referencia directa a las estructuras abovedadas de los ayoreos, pero comparten su lógica, favoreciendo la eficiencia y la adaptabilidad por encima del acabado estético. Como gran parte de la obra de Corvalán, el diseño de Casa Hamaca no comenzó con un modelo que definiera su apariencia sino con los materiales que tenía disponibles. Siguiendo esta lógica, Corvalán encontró una nueva manera de ejercer el oficio, como si se tratase de una técnica moderna, pero sin estar restringido al Modernismo, gravitando inevitablemente hacia las técnicas de nuestro pasado.

Casa Surubí, Javier Corvalán + Laboratorio de Arquitectura

SI EL ENFOQUE DE CORVALÁN es pragmático e iterativo -tratando cada obra como un nuevo conjunto de desafíos a explorar a través de diferentes soluciones- entonces Benítez y su socia Gloria Cabral, del Gabinete de Arquitectura, tratan a cada obra como parte de una pregunta más amplia: ¿Cómo puede un conjunto limitado de respuestas arquitectónicas abordar una amplia gama de problemas? “Cada vez que terminamos un proyecto, sabemos cómo usar esa habilidad en el siguiente”, dijo Cabral sentada en el tenue estudio subterráneo de la firma, donde las columnas escultóricas de ladrillo crudo parecen gotear del techo como estalactitas. “Lo que hacemos, tiene que estar disponible para todos - tiene que ser un paso hacia adelante.”

Desde principios del nuevo milenio, Benítez y Cabral han utilizado los mismos materiales y tecnologías que se emplean en los barrios más pobres de Asunción (hormigón mezclado a mano, ladrillo barato, simples moldes de madera) para desarrollar estructuras que van desde modestas residencias urbanas hasta una elegante casa de campo o complejos de oficinas. Para una casa construida en 2002 en el barrio Las Mercedes, Benítez protegió la estructura de tres pisos con pantallas onduladas de ladrillo, una reinvención de las ondas de ladrillo utilizadas por el maestro uruguayo Eladio Dieste en su Iglesia de Cristo Obrero que data de 1960. La fachada tiene un propósito práctico - Benítez dio vuelta a los ladrillos para maximizar la superficie y minimizar los costos, y los pliegues hicieron que la estructura, que de otra manera sería endeble, se volviera rígida - pero también es visualmente poética, una muestra de su ingenio para resolver un problema estructural.

Ocho años más tarde, esos pliegues reaparecieron, con mayores proporciones en el Centro de Rehabilitación Infantil Teletón en las afueras de la ciudad. En la entrada que comunica el complejo con la calle, Cabral y Benítez erigieron con ladrillos un arco parabólico de fina  celosía, asemejando un arco iris de ladrillos que pinta el cesped con una red de sombras y triángulos de luz ecuatorial. En 2014, en la casa de la hermana de Benítez en el barrio Isla de Francia, emplearon ladrillos rotos de la olería del sobrino de Benítez para formar una pérgola de triángulos equiláteros entrelazados que se asemeja a la celosia de Teletón pero aplanado y levantado a 2,20 metros del suelo. Al mirar desde la parte trasera de la casa, el techo de celosía se sostiene en una pared de ladrillos, que se erige verticalmente sobre una estructura metalica: una matriz de 24 metros de largo de materiales pesados y sin gracia, ensamblado manualmente, que parece levitar sobre el césped como por arte de magia.

Esa pared vertical sirve para estabilizar y sostener los bordes de la pérgola, pero también es un elaborado despliegue de audacia arquitectónica. No tiene nada del acabado tecnológico de los huracanes de acero de Frank Gehry o las blancas nubes cinéticas de fibra de vidrio de Zaha Hadid; de pie sobre el césped, se puede observar con precision cómo funciona la construccion – sin ninguna artimaña - y aún así te deja asombrado. Cuando su carrera estaba despegando en los años 90, Benítez decia que edificios como el de Gehry y Hadid representaban “cómo iba a ser el futuro” - un paisaje de ensueño diseñado sin limitaciones estructurales, económicas o de materiales - porque, según el “nadie quería creer que el futuro pudiera parecerse al pasado”.

Esa actitud puede sonar pesimista, pero Benítez insiste en que sus obras son optimistas a su manera, sugiriendo que el mundo, a pesar de todos sus problemas, podría ser todavía salvable si podemos explorar las posibilidades latentes en el conocimiento actual: “Como arquitectos, tenemos la responsabilidad de inventar y construir las racionalizaciones para nuestro optimismo”, dice. “Esa es la diferencia entre la fantasía y la imaginación: La imaginación tiene que apoyarse a sí misma.”

EN LA NOCHE en que nos conocimos, Benítez y Cabral me llevaron a ver su último proyecto, un edificio para la facultad de arquitectura de la Universidad Nacional, donde la pared flotante se extiende formando una fachada de 135 m de largo, de cuatro pisos, hecha de la unión infinita de triángulos de ladrillo. El edificio, como señaló Benítez, tiene imperfecciones. “Está lleno de errores. Parece como si hubiera sido elaborado a mano - no hay una sola línea completamente recta,” dijo, enumerando las deficiencias del edificio mientras caminábamos a través de su casco incompleto: Algunas de las juntas de argamasa eran más gruesas que otras, mientras que algunos de los triángulos habían sido rellenados con su ahora característica matriz de ladrillos rotos y cemento para fortificar los puntos potencialmente débiles de la estructura. Benítez, como la mayoría de sus compañeros, se siente cómodo con tal imperfección; para él, subraya la utilidad de una estructura. “La idea es que el edificio pueda decirte lo que hace cada pieza componente”, dice. “El edificio alberga una escuela, pero el edificio es en sí mismo una escuela.”

La contribución más importante de Benítez a la naciente comunidad arquitectónica se dio en este lugar: el Taller E, el taller que Cabral y él ayudaron a fundar en 2010. En la última década, el Taller E, dictado por Benítez y Corvalán y muchos otros arquitectos que han colaborado con ellos en los últimos 20 años, ha comenzado a formalizar los inventos de los maestros paraguayos en algo así como un movimiento basado en los principios de asequibilidad, autosuficiencia y la exploración creativa de una gama limitada de materiales.

Esta posición se refleja en el trabajo de los arquitectos en ascenso de Paraguay: El inteligente reciclaje de Corvalán, por ejemplo, se revela en la renovación de la casa y el estudio de Fúster en el barrio Las Mercedes. Para crear un loft y un quincho en el terreno de 18 metros de ancho, Fúster retiró las vigas del techo infestadas de termitas de la casa construida en la década de 1940 y las reemplazó con madera de lapacho reciclada. Al inclinar la viga, pudo añadir un metro y medio de altura a la casa; reutilizando ladrillos de las paredes demolidas, agrego un estudio a la parte trasera, que se convirtió en dormitorio tras el nacimiento de su primer hijo en 2018. (Actualmente está construyendo otra estructura, también de madera reciclada, para alojar otra habitación). Cuando construía los nuevos muros, giró hacia fuera los lados rotos de los ladrillos dañados para que dieran al jardín; por la noche la superficie irregular de esta pared refleja la luz de la luna. Se parece al muro ondulante de la casa de fin de semana de 85 m2 que el arquitecto Ramiro Meyer, de 33 años, diseñó para su cuñado en San Bernardino, que adapta las curvas de ladrillo de Benítez en una suave ondulación, como si el propio lago Ypacaraí se hubiera transformado en arcilla.

Cuando el estudio Equipo de Arquitectura, de tres años de antiguedad, comenzó a diseñar su oficina, los jóvenes socios, Viviana Pozzoli y Horacio Cherniavsky, ambos de 30 años, se fijaron en la tierra apisonada, utilizada en las obras de arquitectos como José Cubilla, Francisco Tomboly y Sonia Carisimo, como un material que no sólo podía combinar la sensibilidad rural y urbana, sino que de hecho eran rural y urbano, como la propia Asunción. Terminado en 2018, su estudio de 45 m2 parece una caja de regalo cuadrada envuelta en papel, sus paredes terracota resaltan en el exuberante follaje tropical. La luz del sol penetra a través de una amplia abertura de cristal; en el interior, un pequeño patio encierra con vidrio el tronco de un árbol de guavirá, tal como una exposición de botánica. Cuando llegan las tormentas, como sucede en los húmedos veranos, las paredes absorben la humedad y refrescan el interior, llenándolo con el dulce aroma de la arcilla húmeda, una experiencia sensorial del pasado restaurada al presente.

Caja de Tierra, Equipo de Arquitectura

Para bien o para mal, la economía paraguaya ya no está estancada, aunque la cultura sigue siendo en gran medida conservadora. Los inversores de Argentina y Brasil están arrasando hectáreas de bosque virgen para plantar soja. Nuevas y toscas torres se han levantado en el horizonte de Asunción. Benítez, cuyo declarado optimismo se ha atenuado por una veta de melancolía, teme que el gobierno llegue tarde para contener la extracción de recursos naturales, puede haber olvidado - o quizás nunca haya aprendido - las lecciones de sostenibilidad que la historia de Paraguay impuso a sus ciudadanos durante tanto tiempo.

Al mismo tiempo, el creciente reconocimiento del Taller E ha llamado la atención de una cartera más amplia de clientes adinerados, particularmente los arquitectos más jóvenes que trabajan al estilo de sus maestros. Incluso en esos proyectos más lujosos, estos arquitectos siguen comprometidos con las viejas tecnologías, con la idea de que los materiales y técnicas más humildes pueden ser suficientes para cualquier tipo de proyecto. “Lo que hago es lo que hemos hecho siempre”, dice Cubilla. “Para mí, construir es un proceso de re-aprender lo que ya sabemos hacer”.

En la tarde en que nos conocimos, visitamos su propia casa de fin de semana en el barrio cerrado de Surubí’y, originalmente encargado como casa de fin de semana para una pareja de la ciudad que vendió la casa a su arquitecto a mitad de la construcción cuando su matrimonio se disolvió. Con sus refinados acabados y líneas limpias, la casa parece al principio diametralmente opuesta a la modestia claustral de un edificio como la Vivienda Takurú. Un tejado de fina losa de hormigón descansa sobre paredes de ladrillo y cristal que organizan la casa en un laberinto de espacios interiores, exteriores e intermedios. Las piedras recicladas de las canteras cercanas colocadas en un sutil patrón de rompecabezas cubren los pisos, que descienden gradualmente de un espacio a otro, siguiendo el leve contorno de la parcela. Las esbeltas escaleras de acero que conducen a la terraza están fijadas a estrechas vigas de madera, con listones en voladizo de madera dura de curupay que separan un pasillo interior del bosque exterior. La austeridad de la casa se lee como mínima en lugar de espartana, una sumisión a los árboles nativos circundantes que crecen a través y alrededor de la estructura. “Cuando empiezas a destruir un lugar, es interesante ver cómo la naturaleza se reafirma, cómo se convierte en un hecho arquitectónico”, me dijo Cubilla mientras subíamos las escaleras que llevan al jardín de la azotea, lleno de hierbas salvajes y sombreado por un dosel de árboles.

Rodeado de la vegetación, el arquitecto mencionó otra innovación desarrollada por los Ayoreo: una simple faja tejida con hilos de karaguatá, llamada pamoi. En reposo, los Ayoreo deslizaban la faja a sus espaldas por encima de la cadera y debajo de las rodillas, usando el peso de su propio cuerpo para transformarlo en una silla improvisada. Cuando estaban en movimiento, podían usarlo para subir el tronco espinoso del palo borracho para recoger miel silvestre. “Si los arquitectos entendiéramos nuestro trabajo como el pamoi, de hacer tanto con tan poco,” me dijo, “nuestro mundo podría salvarse.” Volver a aprender algo tan simple representaría un paso decisivo hacia adelante - y serviría como un recordatorio de que las mejores lecciones a menudo nacen directamente de la sabiduría del pasado.

 

Publicado en: The New York Times Style Magazine  el 14.02.2020 - https://www.nytimes.com/2020/02/14/t-magazine/paraguay-architecture.html
Autor: Michael Snyder
Fotografías: Jason Schmidt, Lauro Rocha, Federico  Cairoli
Traducción del inglés: Mandu'a