La Casa Luis Barragán, construida en 1948, representa una de las obras arquitectónicas contemporáneas de mayor trascendencia en el contexto internacional, como lo ha reconocido la Unesco al incluirla, en el año 2004, en su lista de Patrimonio Mundial. Se trata del único inmueble individual en América Latina que ha logrado tal distinción, debido a que -como afirma la propia organización internacional en su declaratoria- es una obra maestra dentro del desarrollo del movimiento moderno, que integra, en una nueva síntesis, elementos tradicionales y vernáculos, así como diversas corrientes filosóficas y artísticas de todos los tiempos.
La influencia de Luis Barragán en la arquitectura mundial sigue creciendo día con día, y su casa, conservada con fidelidad tal como la habitó su autor hasta su muerte en 1988, es uno de los sitios más visitados en la ciudad de México por los arquitectos y los conocedores de arte de todo el mundo. Este museo, que comprende la residencia y el taller arquitectónico de su creador, es propiedad del Gobierno del Estado de Jalisco y de la Fundación de Arquitectura Tapatía Luis Barragán.
Ubicada en el número 14 de la calle del General Ramírez en el barrio popular de Tacubaya, al suroeste del centro histórico de México DF, cuando uno la visita, tropieza con la biografía de un hombre al que le gustaba contemplar a diario, sobre su mesa de trabajo, la escultura que recibió con el Premio Pritzker. En una intimidad, que Barragán legó como documento público, el visitante descubre la devoción por San Francisco en una austeridad rota solo por decoraciones religiosas. Así, uno ve a Barragán en cada estancia de su casa: recortando imágenes de revistas y colocándolas en el magnífico atril que le diseñó Clara Porset. Aparece el arquitecto en cada uno de los vacíos de la vivienda -dejando pasar la luz, llevando la vista hasta la hiedra del jardín- y surgen también, entre esas paredes ocasionalmente coloreadas, los amigos artistas: Chucho Reyes y Mathias Goeritz. Con ellos llega la sorpresa de los colores, la libertad de elección y los recorridos alternativos en una casa con varias puertas, varias escaleras y, queda claro al entrar, muchos secretos.
Es significativo que, tras participar en las promociones del Pedregal de San Ángel, convertido en su propio cliente al regresar de Europa, a partir de 1940, Barragán eligiera para vivir las calles tranquilas de un barrio popular.
Más allá de perseguir la huella de la luz y, además de encontrar en Tacubaya el origen de tantas obras posteriores -si uno cierra las compuertas de la habitación de invitados aparece la fachada interior de la iglesia de la luz de Tadao Ando.
La casa estudio de Luis Barragán se levanta en los números 12 y 14 de la calle de General Francisco Ramírez, colonia Daniel Garza en la Ciudad de México. Su doble programa forma una sola pieza en la fachada principal que tiene una orientación sur-poniente.
La elección de esta pequeña calle en el antiguo barrio de Tacubaya es, por sí misma, una de las primeras declaraciones en el manifiesto de esta obra. Hablamos de un barrio popular que, a pesar de las presiones del desarrollo urbano, lucha hoy por conservar algo de su carácter singular.
El barrio estaba constituido por modestas casas de pequeña escala y por la tipología tradicional de la vivienda popular colectiva en la ciudad de México: la vecindad. Complementan este contexto la cercanía de los talleres de oficios, las tiendas de abarrotes, las distribuidoras de materiales de construcción y las fondas.
La fecha de construcción de la casa (1947) coincide con la primera etapa de desarrollo de los Jardines del Pedregal, el fraccionamiento para la élite mexicana más exitoso de la historia inmobiliaria de la Ciudad de México. No debe pasarse por alto que fuera el mismo arquitecto el que concibiera dicho desarrollo urbano el que haya elegido para edificar su casa, no un terreno en esos Jardines, sino en uno de este barrio, tal vez como un testimonio de los valores de urbanidad que le fueron cercanos.
La fachada principal de la casa se alinea con la calle obedeciendo al gesto de las demás construcciones y se presenta como una frontera masiva de aberturas dosificadas. De expresión austera, casi inacabada, podría pasar inadvertida de no ser porque su escala contrasta con las construcciones del barrio.
Se anuncia así la habitación de un artista que, al mismo tiempo, se confiesa con una vocación introspectiva, íntima y, por sus materiales y acabados, paradójicamente humilde e intencionalmente anónima.
Sobre el plano de la fachada se proyecta la ventana reticular y translúcida de la biblioteca. La casi totalidad del exterior conserva el color y la aspereza naturales del aplanado de concreto donde solamente se han pintado las puertas de acceso peatonal y vehicular, así como la herrería de las ventanas.
En esta sobriedad de la fachada contrastan, en su ángulo superior izquierdo, dos planos en una misma esquina: el amarillo y el naranja. Finalmente, la verticalidad blanca de una torre utilizada como depósito de agua remata la silueta de la casa contra el cielo.
Este mismo gesto, la torre de agua, se reconoce a primera vista en el número 20 de Francisco Ramírez. La casa a la izquierda comparte también el recorte de la fachada y la proyección de la ventana central en la composición. Como ya se ha apuntado, cualquier cronología de la casa y estudio de Luis Barragán debe detenerse un instante en la casa vecina que, sin duda, puede ser considerada como un primer modelo experimental o el estado embrionario de un proyecto que se continuará en sus predios colindantes. Esta vecindad de dos obras tan íntimamente ligadas por un mismo proceso creativo representa un caso singular en la historia de la arquitectura moderna.
La puerta al norte, marcada con el número 12, funcionó durante la vida de Luis Barragán como el taller de arquitectura, el cual se puede distinguir por el perfil de la fachada que tiene un volumen de menor altura. Por el número 14 se accede a la casa del arquitecto.
La fuerte sensación de límite que establece el paramento hacia la calle del General Francisco Ramírez queda reiterada por el primer espacio de la casa. La portería es una esclusa de descompresión, un filtro sensorial y por lo tanto emocional. Este acceso de dimensiones reducidas que tiene una luz teñida por un vidrio amarillo en una reinterpretación de un espacio tradicional. Aquel que provoca la pausa que antecede a la casa mexicana o a la mediterránea, a los conventos o a los monasterios.
La portería funciona como un lugar de espera y, al mismo tiempo, como un espacio donde se preparan los sentidos. La vista, el olfato, el tacto y el oído son puestos en un estado expectante por la acción directa de una paleta de materiales precisa, escasa en variantes, pero generosa con ellos: madera, piedra y muros encalados.
La misma piedra volcánica, prácticamente virgen, que forma el piso de la portería pasa a través de la segunda puerta hasta llegar al vestíbulo. Su uso era conocido como un pavimento de exteriores que consigue acentuar la paradójica sensación de encontrarse en un patio interno, al centro de la casa.
Esta segunda puerta, separa la penumbra dorada de la portería de la luz intensa del vestíbulo, que es elaborada por un mecanismo de reflejos. Desde el plano amarillo del exterior, con orientación sur, la luz incide sobre una superficie dorada de un retablo barroco -expresado aquí en su forma abstracta por Mathias Goeritz- y baña después al rosa intenso de los muros. Una tenue sombra rosada aparece sobre el blanco de la escalera, sobre el color esencial de la casa al que regresan siempre los reflejos y las sombras.
En los espacios que hemos recorrido, la experiencia cromática también puede ser leída como una secuencia complementaria. De esta manera el amarillo amielado de la portería satura la pupila para recibir al color rosa que es, a su vez, preparación y catálisis, si es que abrimos una puerta más y nos asomamos hacia la ventana del comedor que tiene el fondo verde intenso y sombreado del jardín.
La arquitectura del siglo XX había ya explotado la caja muraria para mostrar un espacio delimitado por planos sólidos o transparentes que se articulan en torno a dicho espacio. En este vestíbulo, sin embargo, la luz vuelve a llenar un espacio que se puede describir como si hubiese sido tallado en la materia blanca de los muros, lo que representa una forma substancialmente distinta de construir.
La piedra volcánica en el piso asciende para formar una superficie obscura sobre la escalera que, con todo su peso tectónico, puede recordar a las plataformas prehispánicas. Su ascenso prosigue en una rampa -tras el muro- hasta un segundo espacio sobre el vestíbulo donde se encuentra un vestidor separado visualmente por muros que no alcanzan el techo y que le dan continuidad a toda la altura. Es un espacio fluido, moderno. Lo que no se contradice de manera alguna con el hecho de que este tallado de una manera ancestral.
Un resumen de la casa podría hacerse identificando, en principio, dos grandes generadores espaciales, tanto en escala, como en complejidad, a partir de los cuales giran y se cohesionan con el resto de los espacios de la casa: este vestíbulo principal y el salón de la estancia-biblioteca.
La puerta que los comunica, como las que también nos comunican a los comedores y a la cocina, se encuentra sobre el muro rosa del vestíbulo. Decir que este muro ha sido simplemente pintado de tal color sería inexacto. Los colores, en la arquitectura de Barragán, pueden encontrarse en delgadísimas superficies que desmaterializan los volúmenes en sus caras. Pero los colores son también capaces de poseer volumen y peso por sí mismos.
Tal es el caso de este sólido rosado que se halla insertado en el vestíbulo “haciendo rincón” para el mueble, pero también invadiendo el interior de los comedores hasta cubrir el trastero de la cerámica o el crucifijo sobre el marco de la puerta en el desayunador. Incluso, la pequeña cámara que comunica a este íntimo comedor con la cocina y el vestíbulo podría ser entendido como una sustracción a la densidad volumétrica del color. De tal manera que el interior del muro sigue siendo rosa.
La transición hacia la estancia-biblioteca se logra con recursos que serán constantes a lo largo del recorrido. Un acento de escala, a manera de contracción, su consecuente sombra y el movimiento, nunca frontal ni directo, sino obligado a una directriz quebrada que concluye con una nueva dilatación del espacio, el aire y la luz.
En el transcurso de unos cuantos pasos han aparecido, cuidadosamente colocados para ser descubiertos, la primera de las grandes esferas reflejantes (en nueva contracción espacial capturada en la superficie plateada) al lado de la figura de una Madona tallada en madera y el acontecimiento luminoso de una lámpara cilíndrica en el piso.
Superando el biombo de pergamino, la mirada se posa entonces sobre la sorpresiva puesta en escena del jardín. Nombrar este suceso como una ventana sería otra reducción, ya que el marco que aquí se ha construido para el encuentro con el verde es, en sí mismo, otro espacio: un proscenio que va mas allá de la profundidad mínima que puede poseer una hoja de vidrio y su herrería.
La fachada poniente de la casa se distingue de la frontera prácticamente impenetrable de la fachada hacia la calle no sólo por su proporción de vanos, sino también en su concepción como un mecanismo de diálogo de la casa con su jardín.
Este es el caso de la gran ventana en la estancia. A través de esta fachada la naturaleza acompaña y provoca las experiencias de la vida que ocurren al interior. Más que una frontera, esta fachada es el plano anterior a otra espacialidad, la vegetal, que adquiere así un valor metafísico más que utilitario.
Frente al jardín, acompañándolo, se encuentra la estancia. La amueblan las sillas, la butaca, las mesas de madera sólida y el facistol monacal. Otra vez los materiales industriales están ausentes en el diseño de los objetos cotidianos. Sólo tenemos madera maciza, piel, fibras vegetales y lanas.
En colaboración con la diseñadora Clara Porset, la mayoría de estos muebles son reelaboraciones o sutiles juegos de depuración sobre varios objetos de diseño tradicional y anónimo.
Debe destacarse la capacidad del lugar de contener armónicamente estos objetos sencillos y artesanales, como lo son las sillas ajenas a cualquier idea de producción en serie.
Están también las piezas antiguas de arte sacro occidental o los objetos ceremoniales tribales que, lejos de provocar una contradicción estilística o semántica, se acogen con toda naturalidad al contexto atemporal de la casa.
La estancia es el primero de los lugares contenidos en esta espléndida doble altura del salón donde está la biblioteca. Este gran flujo espacial se haya dividido en recintos conformados mediante la introducción de varios planos de muros a media altura.
Las fotografías hechas en los primeros años de la casa muestran que estas subdivisiones no aparecieron en la concepción original y, se puede afirmar, que son la respuesta a sus cuestionamientos mientras habitaba este espacio. Pese a la multiplicidad de escala y de usos, la unidad del salón está preservada y subrayada por la fuga de líneas de la viguería que lo cubre y por el mismo librero que se aloja en uno de sus costados, vertebrando todos los espacios del salón.
Los cientos de libros que hay en esta biblioteca, tal como lo escribió Alfonso Alfaro, “son la huella de un itinerario y tienen el valor de un testimonio excepcional: el de una serie de personajes de papel, presencias entrañables, las más inmediatas quizá para este solitario de afectos incandescentes… las letras impresas podían ser vehículo de introspección y de diálogo mudo, pero su corporeidad no se reducía a una función instrumental. Los libros no eran testigos trasparentes; eran objetos, materia con texturas y con límites, realidades luminosas como los matices de la piel humana”.
Entre los dos planos blancos a media altura, se ha conformado un lugar de trabajo para la biblioteca donde se resguarda una mesa de madera gruesa, que a su vez forma una sola pieza de mobiliario con el librero en esquina.
Este rincón de muros bajos vuelve a aparecer tangencial a un recorrido que comienza a trazarse, ahora en espiral, hasta encontrarse de frente con la célebre escalera de tablones en cantiliber. Un plano abstracto se desdobla con ligereza y contrasta con la solidez pétrea de la escalera en el vestíbulo.
Aquí se ha propuesto una síntesis mínima de la escalera que nace del mismo material de la puerta hacia la que se dirige, en un solo gesto plástico. La mirada asciende aquí hasta perderse en la incógnita del tapanco en donde el ritmo de la viguería termina por sumergirse.
Protegido por un segundo biombo está el rincón de las poltronas, compartiendo el lugar con una gran mesa al pie de la ventana alta hacia la calle. Los muebles son confortables y sobrios del mismo modelo que, carentes de pretensión, se encontrarán también en las habitaciones íntimas.
Recuperando otra vez la perspectiva de la totalidad del salón aparecen dos planos blancos a media altura en una secuencia tonal del blanco transformado por la profundidad de la penumbra hacia el recuerdo del jardín en el fondo ahora visto no sólo a través de uno, sino de múltiples marcos que se han generado en el salón con los elementos estructurales.
En contraposición a esta secuencia que enmarca la ventana hacia el jardín, existe una retícula cerrada de vidrios opacos que reciben de la calle sólo una luz filtrada y algunas sombras de los árboles sobre la acera. Queda clara aquí la intención de proyectar el volumen de esta ventana hacia la calle, lo que en principio podría entenderse como un recurso compositivo sobre la fachada y que, en realidad, provoca un mayor espesor del muro que armoniza con la monumentalidad del espacio interior y, al mismo tiempo, construye una caja de luz que dosifica su intensidad antes de inundar el salón.
Quedan excluidos con esta ventana la vista y el ruido que provienen de la calle, para convocar lo que, en definitiva, es la presencia protagonista dentro de la casa: el peso y la plenitud de un silencio que no sólo existe como simple ausencia.
En contra esquina a la ventana descrita, hacia el poniente, con un traslape de muros se ofrece una salida al lugar de trabajo. A través de un nicho articulado con una puerta rosa a la holandesa, se llega así al patio de las ollas.
Este es producto de una serie de modificaciones al proyecto original que terminan por separarlo del jardín y del propio taller, cuando eliminó el ventanal de piso a techo en la fachada oriente.
Entre los muros altos y blancos, donde la pátina se ha dejado hacer presente, este pequeño lugar está dedicado a dos habitantes indispensables en la arquitectura del paisaje de Luis Barragán: la vegetación, en su expresión siempre fuerte y dramática como las enredaderas que se descuelgan de los muros y el agua, agua obscura, contenida y arrinconada en un volumen abstracto que se recorta en el piso de lava volcánica. Una nueva puerta rosa, en contraste con los verdes del jardín, continúa detrás y si quisiéramos dejar llevarnos por el juego de sugerencias, el agua también viajaría debajo de la plataforma que ha sido levantada unos centímetros del resto del piso.
Se accede al espacio del taller a través de una nueva esclusa que comunica el lugar de trabajo con la casa y con el acceso del número 12. Esta esclusa forma un volumen independiente al que se adosa también la chimenea.
Destaca en el taller el techo inclinado de madera. El gran volumen de aire está iluminado por una ventana que mira hacia el oriente y en la que el contacto visual con la calle ha sido substituido por una serie de planos blancos ascendentes que se apropian desde el interior de las copas de los árboles vecinos, los que terminan por pertenecerle más a esta ventana, dejando fuera de la vista a las azoteas y a las antenas vecinas. Este juego volumétrico progresivo dirige la mirada hacia el último plano, el del cielo azul que concluye la composición.
Tanto en los documentos fotográficos como en las descripciones hechas por el propio arquitecto consta que una primera versión del jardín tuvo extensiones de césped mayores, con un claro más grande frente al salón y, en general, con un carácter mas domesticado.
La decisión de Luis Barragán para permitir un crecimiento con mayor libertad de todo el jardín da como resultado su estado actual: un jardín opulento y semisalvaje, evocador de huertos ancestrales, donde la vegetación ha tomado por vida propia la mayor parte de las decisiones.
A la mitad del desierto urbano que es hoy la ciudad de México, se halla un oasis esencialmente monocromático, o de un sinnúmero de verdes, salvo por el blanco o el naranja que añaden las floraciones de jazmines y clivias. Sobre este color, el verde, sobra decir que nunca sería utilizado en la paleta de Barragán para cubrir muro alguno.
Aunque relativamente limitado en sus dimensiones físicas, la apropiación que el jardín logra visualmente de la vegetación vecina, el jardín de la “Casa Ortega”, consigue una perspectiva densa y profunda.
La serie de ventanas en la fachada poniente presentan correcciones que han sido apenas disimuladas desde el exterior. Estas cicatrices dan a la fachada un aspecto descuidado a la vez que añaden un valor documental para el análisis.
Es claro que en la arquitectura de Luis Barragán las ventanas son pensadas y construidas principalmente desde el interior como resultado de una reflexión más sobre el uso y su relación con el espacio habitado que sobre la consecuencia en la composición final de las fachadas que resultan, a veces, expresiones literales de este hecho. Arquitectura orgánica, se podría decir, si se piensa que verdaderamente ha crecido de adentro hacia fuera.
En el caso de las ventanas del comedor y del desayunador, el paño inferior ha sido elevado unos 25 centímetros, posiblemente como una corrección de la visual desde las mesas.
En la recámara principal la corrección más evidente ha llevado la ventana desde el piso hasta media altura, quedando visibles desde el jardín las hojas de vidrio bloqueadas
La serie de ventanas en la planta baja pueden ser entendidas como maneras distintas de un mismo acto que es la contemplación del jardín.
En el salón, la transición sólo es interrumpida por la cancelería en cruz que es llevada a un extremo no exento de extrañeza. El cristal a partir del suelo permite que el piso de madera se proyecte en su reflejo hasta el jardín y es el mismo que impide que se produzca el tránsito físico. Es sólo la mirada la que transita plenamente por esta puesta en escena, y la comunicación con el exterior se reserva a una pequeña esclusa lateral.
La distinta dimensión de la ventana en el comedor convierte la visión del jardín en un cuadro algo más abstracto. Desde la perspectiva de quien se sienta en unos de los siete lugares a la mesa, logra desprender la vegetación del suelo para añadir un color más en la composición.
En este lugar se hace obligada la referencia a una de las figuras centrales en el desarrollo artístico de Luis Barragán. Se trata de Jesús Reyes Ferreira, ese artista plástico “que más que pintar, embarra”, según su propia descripción, excéntrico coleccionista y esteta de tiempo completo. Aparece en la madurez del arquitecto Barragán como el maestro de gusto certero del que provienen fundamentales lecciones de color y composición.
“Maestro en el difícil arte de saber ver con inocencia”, como diría Barragán, cuya amistad e influencia lo marca en un claro punto de inflexión en el desarrollo de un lenguaje propio. Aunque esta guía tenga que obviar las colecciones de arte de la casa, hay que hacer notar que El Arcángel pintando por Jesús “Chucho” Reyes es uno de los poquísimos óleos de gran formato que hizo en vida y que aquí ocupa un lugar especial en la casa por su íntima relación con la arquitectura.
En el desayunador la ventana se eleva una vez más y ya no tiene una posición frontal franca. El jardín se presenta entonces como una fuga superior de la perspectiva, en un lugar, probablemente el más íntimo de la casa, donde hay que resguardar la mirada entre muros.
En la cocina, amplia y bien iluminada, el jardín aparece sólo al abrir la puerta. Los vidrios translúcidos denotan aquí una jerarquía de ventana muy distinta a las antes descritas.
Segunda planta-Tapanco (Plataforma en lo alto que se usa para almacenar trastos, semillas, etc.) y habitación de huéspedes
La recámara de los huéspedes orientada hacia la calle es una adición posterior al primer proyecto ya que, en su lugar había originalmente una terraza. Ésta y las dos habitaciones de este segundo nivel tienen como denominador común su espíritu monacal, no sólo por la economía de recursos con la que están resueltas, sino incluso por la selección del mobiliario y las texturas seleccionadas para los tapetes y los cubrecamas.
Este carácter recuerda que han sido concebidas por un devoto franciscano, como lo era Luis Barragán, quien aprendió de su maestro espiritual a rodearse de pocas cosas para no distraer al espíritu y así vivir con ellas en el justo medio entre el desapego material y el profundo amor hacia las cosas que le sirven. El amor con que se les llama, por tanto, las hermanas cosas.
En ninguna de estas habitaciones aparece, como no lo ha hecho en toda la casa, a excepción del desayunador, la luz artificial cenital y homogénea.
La casa está iluminada por un conjunto de acentos luminosos precisos: cilindros, volúmenes rectangulares sobre el piso o sobre los muebles o, en su defecto, funcionales lámparas de trabajo que sin más han pasado de la mesa de dibujo a la cabecera de la cama o a la mesita lateral en el rincón de lectura.
La intimidad y escala del estudio del tapanco están contenidas dentro del gran espacio del salón biblioteca por un muro que permite seguir con la vista el ritmo de la viguería. Junto con una parte de su colección de discos, donde destaca en este lugar la música tribal, se guardan el crucifijo de marfil, la figura de San Francisco y algún objeto ritual no católico.
La ventana es ahora un juego de postigos blancos y un cuidado estudio de proporciones que acaso dejan pasar el cielo y esconden la calle y que imprimen sobre el muro, el negativo del ventanal de la estancia. Así, en vez del metal sobre el vidrio, esta vez es una cruz de luz.
En la segunda planta la vista del jardín está reservada para la habitación del arquitecto y la habitación de tarde o el “cuarto blanco” como coloquialmente le llamaba. A estas se accede por una nueva válvula espacial, ahora amarilla, que concentra la luz de la mañana proveniente del vestíbulo hasta llevarla al interior de las recámaras donde no falta el arte sacro y los motivos ecuestres.
Junto a una pintura de la “Anunciación”, en la recámara principal, se puede también encontrar un pequeño objeto que no pocas veces disturba a los visitantes: un biombo de no más de 30 centímetros de alto, hecho de cartón, sobre el que se han montado las imágenes de una modelo de raza negra que se seleccionaron y cortaron en alguna revista de modas. En este mínimo detalle, anecdótico si se quiere, se expresa la fundamental dialéctica con la que ha sido construida esta casa: entre ascetismo y la sensualidad. La misma tensión entre los opuestos aparentes eran consubstanciales en la vida del arquitecto Luis Barragán el mismo que la imaginó y la habitó como bien escribió Alfonso Alfaro: “porque Luis Barragán es un creador de espacios serenos pero por cuya biblioteca deambulan fantasmas inquietantes: Él es al mismo tiempo un asceta y un dandy, un empresario y un artista, amigo de las Reverendas Madres Capuchinas y lector de Baudelaire, devoto de San Francisco y cercano a los muralistas, exquisito y rural; un hombre, en fin, cuya herencia barroca se expresa en una obra casi del budismo zen”.
Es un lugar que comparte con el vestíbulo su misma espacialidad fluida y compleja. Su programa puede ser ambivalente, pero, su función dentro de la secuencia espacial, no deja lugar a dudas al ser el preámbulo y el anuncio del encuentro con la terraza abierta al cielo, con el desenlace y clímax de la ascensión que comenzó en la portería. El vestidor es la invitación a descubrir la terraza pasando a través de una hendidura vertical, un sólido de luz amarilla por el que apenas asoman tres escalones de madera cuyas dimensiones sugieren un ascenso meditativo, solitario.
En una primera disección literal, la terraza está construida con unos muros elevados sobre el nivel de azotea; los tiros de la chimenea y el sistema mecánico de calefacción y, también, por la torre blanca que aloja el depósito de agua y las escaleras que conducen a la zona de servicios en tercera y última planta.
También es una composición abstracta de paramentos desnudos que funcionaron como laboratorio cromático y cuya función arquitectónica es a la vez evocadora e insólita.
En la terraza es donde sucede el desenlace de la compleja construcción espacial y poética de la casa. Una construcción que, como recuerda el amigo de toda la vida de Luis Barragán, Ignacio Días Morales, sería fácil de traicionar por las descripciones fragmentadas:
Una cualidad muy importante de los espacios de Barragán es la concepción unitaria, tanto de los espacios simples como de los compuestos, sobre todo, de la secuencia de los espacios que componen un edificio que da la impresión de estar concebidos en un mismo instante y que constituyen una sorpresa inédita de un macizo buen juicio; son como diversas notas de un mismo acorde armónico, son una exhibición del sentido común, hoy tan raro, como si la composición de estos espacios no pudiera ser de otra manera, tectónicamente ineludible.
En la terraza, el desenlace es más inquietante que catártico. El mismo sustantivo “terraza” que la designa pragmáticamente en los planos queda contradicho por la experiencia de habitarla.
Más allá de que se le pueda llamar mirador, estanque, patio, observatorio, capilla, jardín colgante... En la terraza tiene lugar la secuencia de transformaciones documentada fotográficamente por Armando Salas Portugal y que es una de las más significativas como ejemplo del proceso de experimentación con la obra.
A partir de un simple barandal de madera que permitía la vista hacia el jardín, los muros perimetrales fueron elevados hasta la completa introspección. La cruz en relieve que muestran algunas de las fotografías también desaparece durante el proceso. Por otro lado, las múltiples variaciones cromáticas que se registran dejan pistas de la exploración que Barragán hace sobre la interacción del color con los espacios construidos.
La búsqueda de los orígenes desde los cuales la terraza ha evolucionado -si en verdad se tiene que insistir en buscarlos- se vuelve múltiple: pueden encontrarse en la tradición musulmana de habitar los techos o en esos lugares abiertos por excelencia al acontecimiento urbano y hasta en el concepto anunciado por Le Corbusier de la quinta fachada moderna. O bien, en el sencillo aprecio rural y universal del contacto con el firmamento.
Luis Barragán era un hombre culto que encontrará muchas veces eco de su propia búsqueda en la obra de otros y aquí ha dejado también testimonio de su cercanía con el movimiento surrealista, especialmente con la obra metafísica de Giorgio de Chirico. Más allá de la sola coincidencia de la imagen, la terraza nos permite volver a las reflexiones que inspiró al artista italiano su admiración por la pintura antigua:
El cuadro del cielo enmarcado por las líneas de una ventana es otro drama que se ensambla con la escena básica del cuadro, de tal manera que cuando el ojo se encuentra con aquellas superficies verdosas, aparecen múltiples interrogantes turbadoras: ¿qué habrá más allá de la ventana?... ¿Ese cielo cubre, quizá el mar, el desierto o una populosa ciudad?... ¿o quizá se extiende sobre una naturaleza libre e inquietante, sobre montes y profundos valles, sobre llanuras surcadas por caudalosos ríos?
Y las amplias perspectivas de las construcciones se levantan llenas de misterio y de presentimientos, en sus rincones se esconden oscuros secretos que hacen del arte un episodio vibrante y no sólo una escena limitada a los actos de los personajes representados, todo un drama cósmico y vital que envuelve a los hombres y los atrapa en su vorágine en la que el pasado y futuro se confunden con los enigmas de la existencia, exaltados por el soplo del arte y desnudos del aspecto complejo y temible con que el hombre los imagina fuera del arte, cubriéndose de la apariencia eterna, tranquila y consoladora de toda construcción genial.
Para dejar la terraza se debe buscar la puerta tras la torre gris, si la memoria de que existe la puerta prevalece sobre la percepción.
Fuente
http://noticias.arq.com.mx