Paciente recuperado de COVID-19 donando sangre en Beijing, China.
Las epidemias mataban a millones de personas mucho antes de la era de globalización actual. En el siglo XIV no había aviones ni grandes barcos y, pese a ello, la peste negra se propagó desde el este de Asia hasta Europa occidental en poco más de un decenio. Causó la muerte de entre 75 y 200 millones de personas, más de un cuarto de la población de Eurasia. En Inglaterra, fallecieron 4 de cada 10 personas. La ciudad de Florencia perdió a 50.000 de sus 100.000 habitantes.
Entre los que desembarcaron en México en marzo de 1520 había un único portador de la viruela, Francisco de Eguía. En aquella época, por supuesto, no existían en Centroamérica trenes ni autobuses, ni siquiera burros. Pese a ello desde entonces hasta diciembre, la epidemia de viruela asoló toda la región y mató, según algunas estimaciones, a un tercio de su población.
En 1918, una cepa especialmente virulenta de la gripe consiguió propagarse en pocos meses hasta los rincones más remotos del mundo. Infectó a 500 millones de personas, más de la cuarta parte de la especie humana. Se calcula que la gripe mató al 5% de la población de la India. En la isla de Tahití murió el 14%, en Samoa el 20%. En conjunto, la pandemia causó la muerte de decenas de millones de personas —quizá hasta 100 millones— en menos de un año. Más muertes que la Primera Guerra Mundial en cuatro años de brutales combates.
En el siglo transcurrido desde 1918, la humanidad se ha vuelto cada vez más vulnerable a las epidemias, debido a una mezcla de aumento de la población y mejores transportes. Una metrópolis moderna como Tokio o Ciudad de México ofrece a los patógenos unos cotos de caza mucho más ricos que la Florencia medieval, y la red mundial de transportes es mucho más rápida que en 1918. Un virus puede abrirse camino desde París hasta Tokio y México en menos de 24 horas. Por consiguiente, deberíamos haber previsto la posibilidad de vivir en un infierno infeccioso, con una plaga mortal detrás de otra. Sin embargo, tanto la incidencia como las repercusiones de las epidemias han disminuido de forma espectacular. A pesar de brotes horribles como el sida y el ébola, en el siglo XXI las epidemias matan a muchas menos personas que en ninguna otra etapa de la historia. El motivo es que la mejor defensa que tienen los seres humanos frente a los patógenos no es el aislamiento, sino la información. La humanidad está ganando la guerra a las epidemias porque, en la carrera de armamentos entre los patógenos y los médicos, los primeros solo pueden recurrir a mutaciones ciegas, mientras que los segundos cuentan con el análisis científico de la información.
Cuando golpeó la peste negra, en el siglo XIV, la gente no tenía ni idea de qué la causaba ni cómo curarla. Hasta la época moderna, los seres humanos solían achacar las enfermedades a los dioses airados, los demonios perversos o los malos aires, y ni sospechaban la existencia de bacterias y virus. La gente creía en ángeles y hadas, pero no era capaz de imaginar que una sola gota de agua pudiera contener toda una flota de depredadores letales. Por eso, cuando aparecían la peste negra o la viruela, lo máximo que se les ocurría a las autoridades era organizar rezos masivos a diversos dioses y santos. Y eso no servía de nada. De hecho, cuando la gente se reunía para los rezos masivos, la infección solía propagarse.
Durante el último siglo, científicos, médicos y enfermeros de todo el mundo han reunido e intercambiado informaciones que les han permitido comprender el mecanismo de actuación de las epidemias y los métodos para contrarrestarlas. La teoría de la evolución explicó cómo y por qué aparecen enfermedades nuevas y las viejas se vuelven más virulentas. La genética permitió que los científicos examinaran el propio manual de instrucciones de los patógenos. Mientras que, en la Edad Media, nunca descubrieron qué causaba la peste negra, los científicos actuales no tardaron más que dos semanas en identificar el coronavirus, secuenciar su genoma y desarrollar una prueba fiable para identificar a las personas infectadas.
Cuando los científicos comprendieron lo que causan las epidemias, les fue mucho más fácil luchar contra ellas. Las vacunas, los antibióticos, más higiene e infraestructuras médicas mucho mejores han permitido que la humanidad ganara la partida a sus depredadores invisibles. En 1967 hubo 15 millones de personas contagiadas de viruela, de las que murieron dos millones. En la década posterior se desarrolló una campaña mundial de vacunación con tanto éxito que, en 1979, la Organización Mundial de la Salud declaró que la humanidad había vencido y la viruela había quedado completamente erradicada. En 2019 no hubo ni una sola persona infectada ni fallecida por la viruela.
¿Qué nos enseña la historia a la hora de afrontar la epidemia actual de coronavirus?
En primer lugar, nos da a entender que no podemos protegernos cerrando de forma permanente nuestras fronteras. Recordemos que las epidemias se propagaban con rapidez ya en la Edad Media, mucho antes de la era de la globalización. Por tanto, aunque situáramos nuestras conexiones internacionales a la altura de las de Inglaterra en 1348, eso no bastaría. Si queremos un aislamiento que nos proteja de verdad, no basta con la época medieval. Tendríamos que volver a la Edad de Piedra. ¿Somos capaces de hacerlo?
Segundo, la historia indica que la auténtica protección se obtiene con el intercambio de informaciones científicas fiables y la solidaridad mundial. Cuando un país sufre una epidemia, debe estar dispuesto a compartir las informaciones sobre el brote con sinceridad y sin miedo a la catástrofe económica, mientras que otros países deben poder fiarse de esas informaciones y no repudiar a la víctima, sino ofrecer su ayuda. Hoy, China puede impartir a todos los países muchas lecciones importantes sobre el coronavirus, pero eso requiere mucha confianza y cooperación.
Esa cooperación internacional se necesita también para que las medidas de cuarentena sean eficaces. Las cuarentenas y los aislamientos son esenciales para detener las epidemias. Pero, cuando los países desconfían unos de otros y cada uno piensa que está solo, los Gobiernos no se deciden a tomar unas medidas tan drásticas. Si descubriéramos 100 casos de coronavirus en nuestro país, ¿cerraríamos de inmediato ciudades y regiones enteras? En gran parte, depende de lo que esperemos de otros países. El cierre de las ciudades puede conducir a la crisis económica. Si pensamos que otros países nos van a ayudar, será más probable que tomemos una decisión tan radical. Pero, si creemos que los demás países van a abandonarnos, seguramente vacilaremos y cuando actuemos será demasiado tarde.
Lo más importante que tiene que saber la gente sobre las epidemias es quizá que la propagación de la enfermedad en cualquier país pone en peligro a toda la especie humana. El motivo es que los virus evolucionan. Los virus como el corona tienen su origen en animales, por ejemplo, los murciélagos. Cuando pasan a los humanos, están mal adaptados a sus organismos. Luego, sufren mutaciones ocasionales al duplicarse. En su mayoría son inocuas, pero, de vez en cuando, una mutación vuelve al virus más infeccioso o resistente al sistema inmunitario humano, y entonces esa cepa mutante se propaga a toda velocidad entre la población. Dado que una sola persona puede albergar billones de virus en proceso constante de duplicación, cada persona infectada ofrece al patógeno billones de oportunidades para adaptarse más a los seres humanos. Cada portador es como una máquina de juegos que proporciona al virus billones de boletos de lotería, y al virus le basta con que uno de ellos sea ganador para salir adelante.
Estas no son meras especulaciones. El libro de Richard Preston Crisis in the Red Zone (Crisis en la zona roja) describe una cadena de acontecimientos similar en la epidemia de ébola de 2014. El brote estalló cuando unos virus de ébola saltaron de un murciélago a una persona. Eran unos virus con los que la gente enfermaba gravemente, pero que seguían estando más adaptados a vivir en los murciélagos que en los humanos.
Lo que hizo que el ébola pasara de ser una enfermedad relativamente infrecuente a ser una epidemia brutal fue una sola mutación en un solo gen de un solo virus de ébola en una sola persona, en algún punto de la región de Makona, en África occidental. La mutación permitió que la nueva cepa —la cepa de Makona— se vinculara a las moléculas transportadoras del colesterol, que, en lugar de colesterol, empezaron a introducir ébola en las células. Como consecuencia, la cepa de Makona se volvió cuatro veces más infecciosa.
Es posible que, mientras leen ustedes estas líneas, se esté produciendo una mutación similar en un solo gen del coronavirus que contagió a alguna persona en Teherán, Milán o Wuhan. De ser así, se trata de una amenaza no solo para los iraníes, los italianos y los chinos, sino para todos nosotros. La gente de todo el mundo tiene el mismo interés, a vida o muerte, en no dar al coronavirus esa oportunidad. Y eso significa proteger a todas las personas en todos los países.
En los años setenta del siglo pasado, la humanidad consiguió derrotar al virus de la viruela porque se vacunó a todo el mundo, en todas partes. Con que un solo país no hubiera vacunado a su población, podría haber puesto en peligro a toda la humanidad, porque, mientras el virus de la viruela existiera y evolucionara en algún sitio, siempre podría propagarse a todas partes.
En la lucha contra los virus, la humanidad necesita vigilar estrechamente las fronteras. Pero no las fronteras entre países, sino la frontera entre el mundo humano y el mundo de los virus. El planeta Tierra está lleno de innumerables virus, y constantemente aparecen y evolucionan muchos nuevos debido a las mutaciones genéticas. La línea que separa esta virusfera del mundo humano se encuentra en el interior del cuerpo de todos los seres humanos. Si un virus peligroso consigue atravesar esa línea en cualquier lugar de la Tierra, pone en peligro a toda la especie humana.
En el último siglo, la humanidad ha fortificado esa frontera como nunca lo había hecho. Los sistemas modernos de salud se han construido para amurallar esa frontera, y los enfermeros, médicos y científicos son los guardias que patrullan y repelen a los invasores. Sin embargo, la frontera tiene grandes trechos que, por desgracia, están al descubierto. En el mundo hay cientos de millones de personas que carecen de la sanidad más básica, y eso es un riesgo para todos. Estamos acostumbrados a hablar de los sistemas de salud desde el punto de vista nacional, pero proporcionar una sanidad mejor a los iraníes y los chinos también contribuye a proteger a los israelíes y los estadounidenses de una epidemia. Esto debería ser evidente para todos, pero lamentablemente es algo que se les escapa incluso a algunas de las personas más importantes del mundo.
La humanidad afronta hoy una grave crisis, no solo debido al coronavirus, sino también por la falta de confianza entre las personas. Para superar una epidemia, la gente necesita confiar en los expertos científicos, los ciudadanos necesitan confiar en las autoridades y los países necesitan confiar unos en otros. En los últimos años, unos políticos irresponsables han socavado deliberadamente la fe en la ciencia, las autoridades públicas y la cooperación internacional. Así que ahora nos enfrentamos a esta crisis sin ningún líder mundial capaz de inspirar, organizar y financiar una respuesta global coordinada.
Durante la epidemia de ébola de 2014, Estados Unidos desempeñó ese liderazgo. También lo hizo durante la crisis financiera de 2008, y consiguió poner de acuerdo a suficientes países para evitar una crisis económica mundial. En los últimos años, por el contrario, Estados Unidos ha renunciado a ese papel. El Gobierno actual ha recortado las ayudas a organizaciones internacionales como la OMS y ha dejado muy claro que Estados Unidos no tiene amigos, solo intereses. Cuando estalló la crisis del coronavirus, EE UU se mantuvo al margen, y hasta ahora se ha resistido a tomar la iniciativa. Incluso aunque al final quiera hacerlo, la confianza en el Gobierno estadounidense actual se ha erosionado hasta tal punto que pocos países estarían dispuestos a dejarse guiar por él. ¿Seguiríamos a un jefe cuyo lema es “Yo el primero”?
El vacío dejado por Estados Unidos no lo ha llenado nadie. Todo lo contrario. La xenofobia, el aislacionismo y la desconfianza son hoy las principales características del sistema internacional. Sin confianza y solidaridad mundial no podremos detener la epidemia de coronavirus, y seguramente veremos más epidemias de este tipo en el futuro. Pero cada crisis representa también una oportunidad. Confiemos en que la actual ayude a la humanidad a ver el grave peligro que constituye la desunión.
Por ejemplo, la epidemia podría servir para que la UE recupere el apoyo popular que ha perdido en años recientes. Si los miembros más afortunados de la Unión se apresuran a enviar dinero, material y personal médico rápidamente a sus socios más golpeados, eso probaría el valor del ideal europeo mejor que todos los discursos. Si, por el contrario, se deja que cada país se las arregle como pueda, la epidemia podría anunciar el fin de la Unión Europea.
En este momento de crisis, la batalla crucial está librándose dentro de la propia humanidad. Si la epidemia crea más desunión y desconfianza entre los seres humanos, el virus habrá obtenido su mayor victoria. Cuando los humanos se pelean, los virus se duplican. En cambio, si la epidemia produce una mayor cooperación mundial, esa será una victoria no solo contra el coronavirus, sino contra todos los patógenos futuros.
Fuente texto:
In the Battle Against Coronavirus, Humanity Lacks Leadership
Autor: Yuval Noah Harari.
Publicado en TIME.
www.time.com/5803225/yuval-noah-harari-coronavirus-humanity-leadership/
Fuente material gráfico:
The Transscalar Architecture of COVID-19
Autores: Andrés Jaque e Iván Munuera.
www.youtube.com/watch?v=AD6khyFbBcQ