En Colombia, también la escuela Santo Domingo Savio de Medellín supone una acción contraria a la de Masdar al convertir, no el desierto sino lo opuesto, una gran aglomeración de viviendas precarias, en un rincón urbano. Proyectado por el colectivo Obranegra, este colegio se encuentra ubicado en la ladera nororiental de la ciudad, en una de sus zonas más pobres y violentas.
El edificio desciende por la ladera convertido en los cimientos de una gran plaza-mirador en la que los vecinos puedan hacer algo que nunca habían tenido espacio para hacer en su barrio: celebraciones, deportes o pasar la tarde en ese lugar de encuentro.
Más allá de servir como escuela, el edificio demuestra que el espacio público, la calle y sobre todo las plazas -que escasean en un lugar tan denso- sirven para hacer algo más que llegar de un sitio a otro. El equipo de Carlos Pardo utiliza la arquitectura para unir, para zurcir en lugar de para encerrar. Este colegio se hizo con uno de los premios de la VII Bienal Iberoamericana de Arquitectura y Urbanismo (Biau 2010), hace cinco años.
El perímetro, lo primero que se construyó, recorta Masdar en el desierto. Separada de Abu Dabi por un mar de arena, esta ciudad cien por ciento sostenible comenzó a levantarse hace seis años, cuando su autor, Norman Foster, la presentó como “la primera capaz de generar su propia energía y de reciclar todos sus residuos”.
El cerco que la rodea y su trazado remiten a las urbes medievales (amuralladas, densas y con calles estrechas), y su ejecución (con pérgolas y celosías), a las coloniales españolas, cuya retícula urbana se ordenaba atendiendo al sol y a las brisas. Así, bajo esa apariencia plagada de referencias históricas, son los vehículos subterráneos propulsados por energía solar los únicos que parecen hablar en futuro en ese nuevo oasis enclaustrado que plantea la duda de si el planeta puede ser sostenible a trozos. Tal vez sea el momento de afrontar que la arquitectura no puede llegar a cualquier precio donde nunca ha llegado.
De la misma manera que solo en el siglo XX la arquitectura abordó el problema de la vivienda social, muchos proyectistas del siglo XXI están llevando su disciplina a donde nunca antes hubo interés en que llegara. Es el caso de la Casa de baños en el orfanato de BanThaSong Yang (Tailandia), de Tyin (Andreas Grondtvedt y YasharHanstad).
El estudio noruego levantó con la ayuda de los habitantes del pueblo unos baños ventilados en un orfanato de niños de etnia karen refugiados en ese país, junto a la frontera birmana. El baño mejoró el drenaje de las instalaciones al sustituir el hormigón -donde se acumulaban los líquidos y, con ellos, los focos de infección- por una base de grava cubierta con lamas de teca y al ventilarlo gracias a los paramentos de bambú. El proyecto costó 2.979 euros.
Pero el pasado octubre otro parvulario -en el mismo barrio de Medellín- fue premiado en la IX Biau celebrada en la ciudad de Rosario (Argentina), demostrando otra vez cómo la arquitectura puede desplegar su poder transformador en lugares donde siempre brilló por su ausencia.
Conviene tener cuidado con el adjetivo “transformador” porque con proyectos como estos -capaces de reorganizar la vida en un barrio- se transforman tanto los arquitectos como su arquitectura.
Lejos de caer en paracaídas para solucionar programas desde ideas preconcebidas, hay una arquitectura que además de culta, funcional y rigurosa quiere ser humanista. Por eso recoge la enseñanza de las propias viviendas de autoconstrucción del cerro, que desgajan sus volúmenes para adaptarse al desnivel del terreno. La disposición modular -dividir un edificio en partes- no solo atiende a la topografía del barrio, también evita costes innecesarios en dinamita para romper las rocas sobre las que se cimienta la escuela.
Felipe y Federico Mesa de Plan B Arquitectos levantaron un parvulario en el barrio Santo Domingo de Medellín ya transformado gracias a la llegada del metrocable, al colegio de Obranegra Arquitectura y a la popular Biblioteca España, de Giancarlo Mazzanti. Lejos de imponerse, la guardería atiende a la forma en que se ha levantado el barrio: con viviendas de ladrillo autoconstruidas que siguen la topografía, y desgranan sus volúmenes sin imponerse unas a otras.
Como el colegio de Obranegra, este jardín infantil de Plan B también se inserta en el vecindario como uno más, codo con codo, sin arrogancia, pintado de azul para ser fácilmente localizable en medio de tanto ladrillo. Es una arquitectura que habla a estudiantes y vecinos. Su mensaje tiene valor cultural: se puede construir una vida diaria mejor.es una arquitectura que habla a estudiantes y vecinos. Su mensaje tiene valor cultural: se puede construir una vida diaria mejor.
Sin embargo… no es así. Y hay varios testimonios arquitectónicos.
En la costa norte del Perú, también el paisaje es desértico e igualmente (como Norman Foster) los arquitectos Carlos Andrés Restrepo y Elizabeth Milagros Añaños, del Estudio Cotidiano, tuvieron que lidiar con la aridez, solo que, lejos de aislarla, ellos propusieron abrir el colegio Santa Elena, repararlo haciendo más habitable el lugar que ocupa en el caserío de Piedritas, en el bosque seco de Talara, al norte de Perú.
Los proyectistas querían ir más allá de la supervivencia y alcanzar las sensaciones que la mejor arquitectura puede aportar. Para lograrlo no echaron mano de la última tecnología, que no podían pagar, sino de los habitantes del lugar. Fueron ellos quienes les explicaron las dificultades de vivir en un lugar desértico. Restrepo y Añaños debían arreglar y ampliar los pabellones existentes y reconciliarlos con la aridez. Lo hicieron con caña brava y reciclando materiales metálicos -que añadían memoria y sostenibilidad- para favorecer la presencia de sombra. Además de sus ideas, los usuarios aportaron también su trabajo.
Así, escuchando y no imponiendo, actuando como guías más que como autores, Restrepo y Añaños dibujaron un perfil distinto de arquitecto para el nuevo siglo.
También el de Desi, la escuela para electricistas en Rudrapur (Bangladesh), de Anna Heringer. Esta alemana viajó a Bangladesh en 1997 para trabajar un año como cooperante. Convertida en arquitecta, su proyecto de fin de carrera fue una escuela de adobe hecha a mano por los habitantes de Rudrapur y para la que ella misma reunió el dinero.
Se levantó en el 2006. No lejos del colegio, este centro para formar electricistas es su segundo proyecto. Fue construido sin máquinas, con adobe y bambú, por los miembros de la comunidad. Gracias a su estabilidad, es el primer edificio de barro del pueblo que tiene luz eléctrica.
Entre las 185 muertos por el terremoto que en 2011 sacudió Christchurch, 18 eran estudiantes japoneses. La antigua catedral neogótica del centro de la ciudad quedó destrozada y la congregación decidió llamar a ShigeruBan. Tras pedir perdón por no haber llamado -estaba ocupado con la reconstrucción de los daños causados por el tsunami que azotó su país- el nipón se ofreció, como siempre tras una catástrofe, a trabajar sin cobrar. Un mes después presentó los primeros planos. Propuso la estructura más sencilla, trabajar con tubos de cartón y reciclar, en una gran vidriera, los fragmentos destrozados de la vieja catedral. Dijo que el edificio podría estar listo para 2012. Cuentan quienes han viajado hasta Christchurch que, con el paso de los meses, lo más desolador de la ciudad no era la enorme destrucción que causó el terremoto, sino la lentitud con la que se abordaba la reconstrucción. La catedral de Ban, que fue diseñada como un edificio temporal -con capacidad para 700 personas y firmeza para no tener que restaurarse en 50 años- se retrasó un año. En ese tiempo, el templo pasó de efímero a permanente.
Inaugurada finalmente en agosto del 2013, es ya el nuevo icono de la ciudad, flamante símbolo de su reconstrucción: una muestra ejemplar del potencial de las reconstrucciones, no solo para reparar edificios, sino también para indicar otras maneras de lidiar con la arquitectura, el dinero y la espiritualidad.
En Brasil, buena parte de la nueva clase media vive en favelas. Es frecuente que la precariedad de las casas de esos asentamientos mejore haciéndose eco de la vida de sus habitantes. Pero el paisaje irregular en el que se ubican necesita la mano de proyectistas capaces de hacer acupuntura urbana para convertir poblados en barrios. Traducir décadas de hacinamiento en vecindarios dignos es otro gran reto de la arquitectura. Sucede en la periferia de México DF, en la de Estambul y en tantas otras megalópolis. Muchos de los ciudadanos que logran instalarse, arraigar y vivir allí no quieren después trasladarse. Pero sí quieren mejorar. Prefieren pequeñas arquitecturas reparadoras que su mudanza a una vivienda social de nueva planta. No cuesta entenderlo cuando uno compara la vida a pie de calle con los bloques de pisos protegidos que ofrecen un apilamiento enrejado. Una arquitectura que atiende a necesidades en lugar de imponer soluciones estandarizadas dibujaría también un nuevo panorama.
Son muchos los factores que empujan a la arquitectura del siglo XXI a donde esta disciplina nunca antes llegó. Se ha multiplicado el número de profesionales -procedentes de varios sectores sociales, no exclusivamente de una élite- dedicados a construir, y estos nuevos proyectistas están reconociendo la urgencia de las viejas necesidades: la mejora urbana de las ciudades sin forma. Distinguir entre arquitectura y construcción -como si la medicina se conformara siempre con cuidados paliativos- ha sido una de las mayores perversiones de la época moderna. Extender ahora el conocimiento -la técnica, el valor cultural añadido y la previsión (la sostenibilidad- reordena las prioridades de la disciplina. El camino no es fácil. Las mejores intenciones no pueden suplir la financiación que las obras necesitan. Sin embargo, sí puede reorganizarse la manera de construir -con poco y local o con mano de obra con diversos niveles de preparación- como demuestran el estadounidense Michael Murphy en Ruanda o la austriaca AnneHeringer en Bangladesh. Ambos han cambiado el papel de autor de edificios por el de guía para llevar la arquitectura a donde no se la esperaba.
Trabajar sin despilfarrar, atendiendo a la tradición y a los habitantes y añadiendo a la supervivencia la mejora de la cultura arquitectónica son algunos de los retos de esta disciplina en el siglo XXI. Otra opción no tiene sentido. Llevarla a donde nunca ha estado para extender la huella insostenible del negocio inmobiliario acabaría con todos. La sostenibilidad no admite barreras. Segregar en nombre del progreso es una de las grandes perversiones que una arquitectura reparadora podría ayudar a combatir.