Edición N° 374 - Junio 2014

Lo mejor que leímos

 

Noé contra el Diluvio

Asunción es una de esas ciudades prestas a sorprendernos. Cuando pensamos que ya lo vimos todo, salta una nueva posibilidad, mucho más sorprendente que el conejo que salta de la galera del mago, porque todos esperamos al conejo, mientras que lo que nos ofrece la ciudad es inesperado. Estoy convencido de que Asunción es la única ciudad ¡en el mundo! en la que podemos ver a Noé en el cine y el Diluvio en la calle. Es un Diluvio mucho más impactante que el que vemos en la pantalla porque este nos moja; incluso podemos ahogarnos. Sin embargo, difiere del relato bíblico ya que aquel fue un castigo de Yahvé por la conducta pecaminosa de los hombres. En nuestro caso es un castigo del intendente de Asunción que dice administrar la ciudad y sin embargo no sabe qué hacer con ella; y la conducta pecaminosa no es de los ciudadanos que somos todos inocentes, sino la de su equipo y su Junta; o bien “su junta”.
Las noticias publicadas en estos días en la prensa local nos han entregado su propia sorpresa: Paraguay es el penúltimo país sudamericano en materia de infraestructura. La propaganda de la dictadura nos había vendido la mentira, entre varias otras, que estábamos progresando gracias al espíritu emprendedor del tirano que abría caminos, sistemas de agua corriente, desagües cloacales, puentes y otras maravillas de la modernidad. Los más críticos de su régimen rechazaban la propaganda diciendo que estaba haciendo lo que debía de hacer. ¿No es esta, acaso, la obligación de todo presidente, la de mejorar las condiciones de vida de su país y de su gente? Ahora descubrimos que ni siquiera había hecho lo que debía hacer y nos mintió, como es propio de todos los políticos, ni qué decir de los dictadores, con una decena de kilómetros de rutas asfaltadas y un sistema de aguas corrientes que colapsó mucho antes de lo que debería haber colapsado.
En las grandes ciudades de la antigüedad, digo, aquellas construidas siglos antes de nuestra era, poseían una red de cloacas y de suministro de agua con las que no podemos ni siquiera soñar hoy más de dos mil de años más tarde. Ausente del país durante varios años, me deslumbró la abundancia de nuevos edificios, uno más lujoso que el otro, deslumbramiento que me duró muy poco al enterarme que en dichas zonas, donde el metro cuadrado de tierra se cotiza en dólares y en cifras de cuatro dígitos, no hay cloacas. Cada edificio tendrá que poseer un camión encargado de retirar los residuos fecales de sus moradores una vez a la semana, o en la quincena, por mes, dependiendo de la actividad intestinal de sus moradores. Si se me permite utilizar ejemplos grandes para hablar de hechos pequeños como decía Ovidio en sus “Odas”, nuestra Nínive dorada estará flotando en un mar de excrementos.
Pregunté qué se hacía con los impuestos, cuál era el destino que se les daba y la respuesta fue clara: el 90% de lo que se recauda se destina a pagar salarios; del 10% una parte se esfuma como el rocío de la madrugada y lo que queda se destina a realizar alguna que otra obra que se pueda agitar al viento en las próximas elecciones y engañar de tal manera a los electores.
El único país que nos supera en tamañas deficiencias de infraestructura es Haití, un país desbastado por la miseria, el hambre y la ignorancia. Para más inri de tanto en tanto alguna calamidad de la naturaleza corona la actividad destructora de los hombres. Analizando estos factores pienso que debería invertir el orden y comenzar por la ignorancia que es la que produce la miseria que termina arrastrando al hambre. Al poner las cosas en este orden es posible que cuando la encuesta que comento se repita en los años venideros, pelearemos con bravura contra Haití para conquistar ese último puesto ya que mucho más pronto de lo que algunos piensan, el robo insultante del dinero que se debería haber invertido en educación, mostrará sus frutos; unos frutos repulsivos, nauseabundos, irremediables, irreversibles, desbastadores.
En nuestro caso, ante este diluvio no enviado por Yahvé sino fabricado por los hombres corruptos, no debemos confiar en la paloma con la ramita de olivo en el pico, sino en la espada de la Justicia que venga cortando cabezas como aquella imagen de Santiago Matamoros.

 

Jesús Ruiz Nestosa
Abc
02.05.14


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“Yo el supremo”

Se cumplen 40 años de la aparición de “Yo el supremo”, de Augusto Roa Bastos. Desde su aparición, en 1974, la novela se estudia del derecho y del revés –tal como el autor lo hace con nuestra historia– por los más pintados especialistas que coinciden en esta afirmación rotunda: es una de las mejores creaciones literarias latinoamericanas de todos los tiempos. Se trata de esas obras que rejuvenecen con los años para sorprendernos en cada nueva lectura por su vitalidad intacta.
Casualmente, en el mismo año, Alejo Carpentier publicó “El recurso del método”, y Gabriel García Márquez, “El otoño del patriarca”, que tienen en común la figura del dictador. Los antecedentes se remontan a “Tirano Banderas”, del español Ramón del Valle Inclán, y “El señor presidente”, del guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
Mario Vargas Llosa, en el año 2000, dio a conocer “La fiesta del Chivo”, inspirada en el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, que cambió el nombre de la capital del país por el suyo, a más de hacerse llamar el Benefactor, el Padre de la Patria Nueva, en fin, nada original.
Frente a estas obras que prestigian la narrativa mundial, se impone “Yo el supremo” no solo por la complejidad del personaje –Rodríguez de Francia no fue moldeado en la matriz de donde nacen los dictadores de estas tierras, como de una fotocopiadora–, sino, entre otros aciertos, por el tratamiento novedoso del protagonista, de su contexto, de su historia. Francia no se parece a los dictadores que fueron novelizados o no. Tampoco la novela de Roa es como las otras. No se limita a contar con maestría, desde fuera, los episodios que hacen a la naturaleza de un tirano. Roa le transfiere su imaginación al Dr. Francia para que este nos cuente su historia, y el Dr. Francia le corresponde con sus actos para que Roa concrete el relato. En casi toda la obra el lector se pregunta: ¿Dónde está el personaje? ¿Dónde el autor? O, mejor: ¿quién es el personaje y quién el novelista? ¿Quién habla por boca de quién? Consciente de esta situación, el autor asume el rol de “compilador” que no le salva de la responsabilidad de cuanto hace y dice su criatura.
Hay una atmósfera cervantina en nuestro Premio Cervantes que cervantiniza la obra. En el juego de palabras Roa alcanza una excelencia a la que muy pocos literatos han accedido. Igualmente en la invención de vocablos.
Dice Mario Benedetti en “El recurso del supremo patriarca” –en alusión a las narrativas de Carpentier, Roa y García Márquez– que en nuestro novelista “hay un lenguaje sobrehumano en ciertas constancias del Supremo”. Y transcribe “particularmente este párrafo impecable”:
“Estar muerto y seguir de pie es mi fuerte, y aunque para mí todo es viaje de regreso, voy siempre de adiós hacia delante, nunca volviendo ¿eh? ¡Eh! ¿Crecen los árboles hacia abajo? ¿Vuelan los pájaros hacia atrás? ¿Se moja la palabra pronunciada? ¿Pueden oír lo que no digo, ver claro en lo oscuro? Lo dicho, dicho está. Si sólo escucharan la mitad, entenderían el doble. Yo me siento un huevito acabado de poner”.
Junto al “lenguaje sobrehumano”, hay un trabajo sobrehumano. Roa cinceló, labró cada palabra para formar una frase y unirla a otra con una precisión que asombra, entusiasma y seduce.
La obra de Roa Bastos llega a los 40 años con su fama íntegra, sin fisuras, justificada por esta opinión de Mario Benedetti: “Aunque el juicio pueda parecer irreverente, estimo que, desde ‘Pedro Páramo’, la excelente narrativa latinoamericana no producía una obra tan original, tan inexpugnable como ‘Yo el supremo’.”

Alcibíades González Delvalle
Abc
04.05.14

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Lo que acecha en los garajes

El periodista Augusto dos Santos escribió en Facebook que lo grave no es que el diputado Portillo haya mentido sobre sus siete títulos universitarios, sino que, en las condiciones en que se debaten las universidades privadas, podría haberlos obtenido sin mayores sobresaltos, pese a sus evidentes limitaciones.
Es tan lamentable el nivel de la oferta universitaria que, en efecto, el mismo Portillo enseñaba Derecho Penal en Ciudad del Este. Allí aclararon que “nunca recibieron quejas de los alumnos”. Imagínese cuál podrá ser el nivel de los mismos con tal profesor. Algunos amigos abogados me dijeron que conocen casos de profesores aún menos preparados en facultades del interior.
Entonces recordé que este tipo de escándalos no es privativo de la carrera de Derecho. Había olvidado que hace poco se había denunciado que docentes y hasta coordinadores académicos de algunas de las más de veinte facultades de Medicina desperdigadas por el país tenían menos de tres años de egresados. Profesores y médicos amparados en títulos de verdad, reconocidos por el Estado, pero solo con una vaga idea de las ciencias médicas. Hay carreras de enfermería que se cursan solo los sábados. Habrá, pues, necesariamente licenciadas/os en enfermería con un hermoso diploma pero sin la menor idea de cómo se canaliza una vena.
El dichoso cartón con su nombre estampado se convirtió en una obsesión para quienes desean conseguir un trabajo, cobrar las curiosas “bonificaciones” por título académico o ascender de maestra a supervisora. Para ellos creció, ante la indiferencia del Estado, una industria de universidades de garaje dispuestas a otorgar títulos de lo que sea, siempre que el alumno pague la cuota.
Son universidades que más que rectores, tienen dueños; que invierten más en pasacalles y publicidad que en buenos profesores; que huyen de las certificaciones de calidad como de la misma peste. Son una estafa para el estudiante, pues un profesional universitario no se puede devolver como se devuelve un equipo con defectos de fábrica. Del garaje, directo al desempleo, dirá usted. Pero no siempre es así.
Porque logran infiltrarse en la política, en la función pública y en lugares insospechados. Puede que se cruce con ellos en el futuro. Puede tener la cara del juez que decida sobre su libertad o sus bienes; o la del profesional de la salud que lo reciba en una guardia de urgencias; o la del ingeniero o arquitecto que le construya alguna obra. Ante esto, las universidades más antiguas no tienen opinión. La Universidad Nacional está ocupada en elegir a su rector en ambiente de seccional colorada y la Católica anda descubriendo la facilidad con que se falsifican las notas. En fin, así nos va.

 

Alfredo Boccia Paz
UH
19.04.14

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La herencia de los desheredados

Se cumplen mañana sesenta años del inicio del stronismo. Se dice que las violaciones de los derechos humanos fueron el peor legado de esa etapa autoritaria de nuestra historia. Creo que eso no fue lo más dañino. La violencia y el despotismo solo fueron los instrumentos que instauraron un sistema de exclusión social y económica que constituyen su herencia más terrible.
Stroessner no inventó la exclusión. Hay que remontarse por lo menos hasta finales del siglo XIX para encontrar sus orígenes. Fue por esa época cuando comenzó a construirse una sociedad oligárquica que producía beneficios económicos, sociales y políticos solo para una ínfima minoría. Pero Stroessner profundizó la exclusión; la convirtió en fundamento de su permanencia en el poder y la banalizó hasta que, de tan cotidiana y prolongada, pareciera normal y aceptable.
La exclusión del otro, de lo diferente, de lo no stronista, produjo daños quizás menos dramáticos que la tortura o el exilio, pero más perdurables en el largo plazo. Durante el stronismo todos los empleos públicos estaban reservados para los afiliados al partido de gobierno. Todas las maestras, todas, eran coloradas. No había un policía o un militar que no lo fuera. Casi todos los jueces respondían al oficialismo. Dos generaciones de compatriotas crecieron sin distinguir los límites entre el partido y el Estado.
Aturdida por el culto histérico a la personalidad del líder, la gente común aceptaba como normal que se impusiera el pensamiento único. Sin espejos donde comparar, sin fuentes críticas distintas al discurso oficial, las expresiones raras eran medidas con una visión cuartelera. Era sospechoso el izquierdista, el homosexual, el pelilargo, el que “siempre crea problema”, el contrera, el que leía cosas inconvenientes, el que escuchaba “músicas satánicas” y el que parecía intelectual.
Con tanta disciplina intolerante, con tanto terror al debate de ideas, era lógico que los creativos, lo mejor del arte y la literatura nacional emigraran al exilio. La “generación de la paz” vivió en un país que expulsó a Roa Bastos, a Bareiro Saguier, a Elvio Romero, a Carlos Lara Bareiro, a Epifanio Méndez Fleitas, a Teodoro S. Mongelós, a José Asunción Flores, a Herminio Giménez y a tantos otros. La fragmentación de la cultura paraguaya, el aplastamiento de la creatividad, el aniquilamiento de la esmirriada élite paraguaya produjo consecuencias difíciles de medir, pero insoslayables: como sociedad, nos volvimos más mediocres y atrasados.
El stronismo nos convirtió en zombis cívicos. Por eso, tantas décadas después, somos incapaces de revertir la exclusión, esa marca registrada de la dictadura. Esa fue su más trágica herencia. A los desheredados de la historia los seguimos excluyendo económica y socialmente, solo que ahora con un andrajoso ropaje democrático.

Alfredo Boccia Paz
UH
03.05.14

 

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