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Año XXXVIII - N° 452 - Diciembre 2020

Editorial

Urge que cuanto antes se reactive la agricultura familiar campesina

En este tiempo de pandemia se ha vuelto a visibilizar la necesidad de recuperar la agricultura familiar campesina que sirva de soporte a la supervivencia de alrededor del 40 por ciento (cerca de 3 millones de personas) de la población paraguaya que vive en el campo.

La agricultura familiar es la que se desarrolla en torno a un hogar asentado en pequeñas parcelas de tierra trabajadas por los miembros de la familia cuyo propósito básico es producir alimentos como maíz, poroto, mandioca, maní y otros rubros de autosustento. Agregados para la renta como el algodón o la producción de esencia de naranja agria (petit grain) hoy han desaparecido de gran parte de nuestro territorio. El sésamo, como alternativa, nunca logró afianzarse.

Ese sector, en su vinculación con la agricultura familiar, en tiempos de democracia, ha sido el gran marginado de la atención del Estado. Solo como hueca demagogia los discursos abordan el tema, algunas veces se reparten semillas de productos de autoconsumo y nada más. Programas sociales como Tekoporâ, subsidio para la tercera edad y otros que no exigen ni estimulan la producción, solo han desactivado aún más el interés por la agricultura.

El resultado es que hoy en día muy pocas personas que poseen tierras para cultivar lo hacen. Sobreviven con los escasos aportes del Estado, las remesas de los familiares que emigraron o el sueldo de un miembro de la familia empleado público.

La pandemia se ha instalado para hacer que se retome la conciencia de la falta de alimentos de autoconsumo en los hogares campesinos. Si a ello se suma que con el desempleo y la disminución de ingresos de casi todos e incluso el agregado de miembros de la familia que regresaron al campo, la crisis es grave. De haberse contado con los alimentos de producción propia, incluyendo una huerta y animales domésticos, no hubiera sido tan notorio el problema.

Este panorama nos ubica ante la impostergable necesidad de resucitar cuanto antes la agricultura familiar. Para ello, en teoría, el escenario está preparado pues existe el soporte legal de la Ley 6286 de Defensa, Restauración y Promoción de la Agricultura Familiar Campesina del 2019 que establece las normas para el sector.

Su propósito es “lograr su recuperación y consolidación por su elevada importancia para la seguridad y soberanía alimentaria del pueblo”. Añade que se deberá “establecer los conceptos, principios, normas e instrumentos destinados a la formulación de políticas públicas que definan la agricultura familiar campesina”. Y determina las autoridades de ejecución y las instituciones de apoyo a la implementación de la ley.

Esa ley es letra muerta. La pandemia no puede ser excusa para ello puesto que, por ejemplo, las obras públicas no han parado. Y la alimentación campesina debió haber sido una prioridad para el Gobierno.

Hay que admitir que la tarea no es fácil: hay que recuperar el interés por la siembra de autoconsumo, dotar de medios tecnológicos a las familias (hoy ya no se puede trabajar con machetes y azadas solamente), proporcionar recursos económicos y asistencia técnica, encontrar rubros de renta y mercados viables.

Urge que se enfrente este desafío. Después del coronavirus la pobreza campesina (y del país) será mayor. Producir alimentos de calidad para la propia mesa es un modo de atenuar lo que se viene. De las instituciones del Estado, las familias y las organizaciones campesinas depende que la agricultura familiar vuelva a ser una alternativa de supervivencia digna.

 

 

 
 

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