Edición N° 431 - Marzo 2019

Viaje a los orígenes de la Bauhaus

 

Anatxu Zabalbeascoa realiza una escapada a las  ciudades alemanas de Weimar, Dessau y Berlín en una estimulante ruta que celebra el centenario de la escuela que revolucionó el arte y la arquitectura, visitando casas originales, exposiciones y nuevos museos para este año. Y plasma el recorrido en las páginas de El viajero, sección del diario El Pais.

En 1919 el mundo se paró en Weimar. O se aceleró. La Constitución alemana que dio paso a la República se aprobó allí y entró en vigor el 11 de agosto de aquel año en la Asamblea que hoy es el teatro de la ciudad. Un sobrio reclamo, en letras de bronce, conmemora ese día en el lado izquierdo de la fachada. Es un memorial muy moderno, es decir, muy contenido. Fue el primer diseño que Walter Gropius hizo para la Bauhaus. El arquitecto había llegado a Weimar durante el invierno anterior para dirigir la revolucionaria escuela de arte, arquitectura, teatro y oficios artísticos que en 2019, resucitada, cumple 100 años.

“Si no te portas bien, te llevaremos a la Bauhaus”. El profesor Winfried Speitkam se quita las gafas y levanta las cejas antes de sonreír. Preside la universidad que lleva el nombre de la mítica escuela. Y con esa anécdota trata de resumir el ambiente en Weimar durante sus difíciles comienzos. El grupo de artistas encabezado por Gropius y Johannes Itten era tomado en la época como una banda de extravagantes. Sin embargo, a nadie se le escapaba que soplaban aires de cambio. La República de Weimar acababa de estrenarse y, a pesar de la convulsión de haber perdido la Primera Guerra Mundial, se respiraba el entusiasmo que trae consigo cualquier novedad. Así, aunque al meticuloso Gropius no tardaron en apodarlo The Silver Prince (el príncipe de plata) -fue cosa del pintor Paul Klee-, el futuro comenzaba a asociarse con un progreso revolucionario. Revolución, he aquí la palabra que más se repitió en esta ambiciosa institución que no distinguía entre la pintura, el teatro o la cerámica y que terminaría por identificar la arquitectura más austera con la que han crecido las ciudades de medio mundo. Es curioso ese paso -de la ambición teórica a la dura realidad-, porque aunque el primero de los cuatro directores de la Bauhaus fue el arquitecto Walter Gropius (1883-1969), este defendía que los diseñadores debían formarse en todos los campos: de los trabajos textiles al mobiliario, pasando por los metales, antes de atreverse con la arquitectura. Esos propósitos florecieron en propuestas de vanguardia y apenas tres lustros después fueron engullidos por una de las involuciones más dolorosas de la historia: la llegada del nazismo.

Hoy, un siglo después de aquellos primeros pasos de una escuela pionera que parecía cosa de locos, sus profesores copan los manuales de historia del arte moderno. Las obras de exalumnos y exprofesores -de Kandinsky a Marcel Breuer, pasando por Anni Albers o Marianne Brandt- alcanzan las cotizaciones más disparadas en las subastas. Sus edificios cúbicos y sin ornamentos siguen pareciendo futuristas. El mobiliario de tubo metálico continúa asociándose a la vanguardia, las coloristas escenografías del ballet triádico resultan tan rompedoras como hace 100 años y las tipografías actuales beben todavía de la limpieza de las que empleaba esta legendaria escuela.

Puede que aún no hayamos sabido digerir tanta modernidad. Pero está claro que hemos perdido su optimismo: una mala interpretación de su voluntad de desnudar los edificios para democratizar la vivienda ha colapsado las urbes con barrios que asocian mala construcción con arquitectura sencilla. Por eso es tan importante visitar los inmuebles originales. Entrar en las casas de los maestros o pasear por la escuela que explica, sin teorías, lo que puede llegar a ser la mejor arquitectura moderna: espacios funcionales donde moverse, instalarse, trabajar y vivir mejor. Mucho mejor.

 

Weimar

Más allá de que hoy sea Tel Aviv y sus 4.000 edificios bauhasianos el lugar con más herencia de esta escuela, los dos escenarios donde todo empezó están en Alemania. Y el primero, Weimar, está de aniversario. La ciudad de Goethe sigue siendo la hermosa y pulida urbe clásica que fuera durante su esplendor, cuando se terminaba el siglo XVIII y amanecía el XIX.

A poco más de dos horas en tren de Fráncfort, Weimar está viva aunque parezca congelada en su edad de oro. Su centro histórico fue declarado patrimonio mundial en 1998. Aunque, paradójicamente, fueron las huellas modernas que la Bauhaus dejó en la ciudad las que primero reconoció la Unesco, en 1996, junto a otros sitios bauhasianos en Dessau o Bernau.

La Universidad Bauhaus que preside hoy Winfried Speitkam ocupa algunos de esos edificios monumentales en los que, a pesar de estar protegidos, uno puede entrar libremente a observar los quehaceres de los estudiantes. Los conserjes son amables; les pides que te muestren el despacho del director y buscan la llave. Como cuando Gropius aterrizó por allí, sigue siendo un lugar vivo. Hoy estudian aquí 4.100 alumnos de 71 países.

Demos dos zancadas atrás en el tiempo para poder alcanzar el origen de la modernidad bauhasiana. Durante la época dorada de la ciudad de Weimar -la de Goethe y Schiller- reinaba la regente Anna Amalia (1739-1807), que hizo construir y dio nombre a la biblioteca rococó más famosa del mundo. Un retrato de su hijo, Carlos Augusto de Sajonia-Weimar-Eisenach, preside la sala de lectura. Sería el nieto de este último, Carlos Alejandro, quien creara en 1860 las Escuelas de Bellas Artes y Artes Aplicadas del Gran Ducado. Y serían esos centros los que, medio siglo después, se transformarían en los edificios art nouveau que su entonces director, el belga Henry van de Velde, diseñó con grandes ventanales como escuela de escultura. Esa institución terminaría por acoger el vanguardista despacho de dirección de Walter Gropius que todavía se visita.

Uno aprende en Weimar que la modernidad y el clasicismo están más cerca de lo que parece. Les une el orden que caracteriza cualquier movimiento que termina por convertirse en atemporal. Eso le ha pasado al despacho de Walter Gropius (quien acabaría sus días dirigiendo la Escuela de Arquitectura de Harvard, en Estados Unidos). Parece mentira que sean de 1919 la silla amarilla de Gropius, su alfombra a cuadros y la lámpara de tubos fluorescentes que pende del techo y que él mismo diseñó. Como sucede con casi todo lo que produjo esta escuela, también el despacho del director continúa siendo un espacio de vanguardia incluso en el 2019.

Junto a los edificios que diseñara Van de Velde, otros seis inmuebles de la Bauhaus han sido reconocidos como patrimonio mundial. Uno de ellos es la Haus Am Horn (Am Horn, 61), el primer ejemplo de estilo puramente Bauhaus; es decir, una casa funcionalista, blanca y libre de ornamentos. Su autor, Georg Muche, la levantó en 1923 para la primera exposición de la Bauhaus. Al viajero le servirá como anuncio de lo que le espera en un periplo por los escenarios de la escuela catalogada como la mejor del siglo XX.

La locura a la que alude el profesor Speitkam asociada a la vanguardia artística se entiende de un plumazo contemplando los excéntricos disfraces que el maestro de escenografía Oskar Schlemmer (1888-1943) ideó para sus ballets triádicos. Weimar inaugura en este centenario un nuevo Museo Bauhaus, cuya apertura está prevista para el 6 de abril de este año y en el que podrán verse esos vestuarios, cerámicas, maquetas y mobiliario ideado por profesores y alumnos de la escuela. El germen de la colección son las piezas de un museo anterior -ya cerrado- que se mudan ahora a un edificio nuevo obra de Heike Hanada, un minimalista cubo de hormigón.

Además de la Facultad estilo jugendstil* de la primera Bauhaus, Van de Velde proyectó su propia casa en las afueras de Weimar, en Gera. Llegar hasta allí sirve para entender cómo se allana el camino desde el clasicismo hasta alcanzar la desnudez bauhasiana. No en vano fue el propio Van de Velde quien consideró que Walter Gropius llevaría modernidad al empeño revolucionario de la escuela y lo propuso como director. El entonces marido de la compositora Alma Mahler se instaló en la calle que hoy lleva su nombre, Gropius-Strasse. Corría febrero de 1919. Seis meses más tarde firmaría su sobrio monumento conmemorativo al nacimiento de la Alemania democrática en la fachada de la asamblea. “Eran tan liberales que no se opusieron a los nazis cuando estos se presentaron”, comenta el guía. Efectivamente, la llegada del nacionalsocialismo forzó la salida de la escuela de la ciudad. También su refundación en Dessau, a dos horas y media hacia el noreste, en un edificio icónico, ya completamente moderno.

 

Dessau

En Dessau, la escuela diseñada por Gropius es un reclamo de la modernidad -se puede visitar-. También fue una isla durante los años de la República Democrática Alemana y marcó la paradoja de que los paupérrimos bloques de hormigón del Este tuvieron muy poco que ver con la austeridad que defendía esta luminosa, ingeniosa y lúdica escuela. Las Laubenganghäuser (edificios de pórticos), las corralas** diseñadas por Hannes Meyer -quien sustituiría a Gropius en la dirección de la escuela en 1928-, también se visitan. Su arquitecto defendía “las necesidades de la gente por encima de las necesidades del lujo”. La Unesco premió ese esfuerzo declarándolas patrimonio mundial en el  2017.

Lo mejor de la escuela levantada en 1925 es que todavía parece futurista. Y sin embargo funciona. Rojos, azules o amarillos subrayan las vigas, los cambios de rasante o las escaleras. Los radiadores pintados de negro están colgados en alto, como si fueran esculturas abstractas. El auditorio tiene sillas fijas con lonas en lugar de tapicerías. El pavés deja pasar la luz a cada rincón de la cantina, las estancias y las clases. Un espacio que sorprende en cada esquina. ¿La razón? Deja boquiabierto con una idea que mejora la vida en el interior, no con una ocurrencia. Hoy aquí hay una tienda de regalos que parece un museo con muchos de los diseños ideados por los arquitectos y pintores de la escuela, ahora a la venta como el arte democrático que buscaban hacer. Además, uno puede dormir (por 40 euros, reservando en la web de la Bauhaus Dessau Foundation) en una de las estancias con los altillos y los balcones a los que Marcel Breuer, Josef Albers, Margret Rey o Max Bill se asomaron en los populares retratos que los estudiantes se hacían fumando.

Más allá de revolucionar las artes, la Bauhaus también anunció la revolución feminista. La anticipó, no la desarrolló, porque Anni Albers, Gunta Stölzl o, la más conocida de todas, ***Marianne Brandt estaban entre el alumnado, no dando clase. Brandt representa además la alumna bauhasiana por excelencia. Con la posibilidad de probarlo todo, no quiso ser solo escultora, pintora, diseñadora o fotógrafa. Las artistas totales de la Bauhaus también fueron mujeres.

Los profesores vivían a unos pasos de la escuela. Kandinsky convivía con Klee. Por fuera las viviendas eran -¿lo adivinan?- blancas y cúbicas. Por dentro cada uno decidía su vida. Kandinsky tenía una casa muy oscura; Klee, poco amueblada. Oskar Schlemmer vivía pared con pared con el arquitecto Georg Muche. Gropius, que diseñó todas esas casas, tenía una para él solo. Era el director. Las casas -se visitan en versión original y reconstruida, reinterpretada más bien, por Bruno Fioretti en el  2014- son el ejemplo perfecto de un estudio-vivienda en el que poder vivir y trabajar.

En el muro que bordea esas viviendas está la única obra de Mies van der Rohe que hay en Dessau. Mies (1886-1969), que sería el director de la escuela cuando esta, en su segunda huida del nazismo, se instalara en Berlín, diseñó un quiosco que hoy funciona como bar con la barra abierta a la calle (Ebertallee, 59). Casi no se ve. Cerrado se confunde con el propio muro.

En septiembre de este año, Dessau inaugurará también su museo. Los muebles, carteles, escenografías, tejidos o disfraces podrán verse en un nuevo edificio firmado por el estudio español González Zabala, una prueba más de la internacionalización de la escuela. Y de su puesta al día. Es importante celebrar lo que dura. Eso es la Bauhaus.

Las propias fiestas de la escuela eran famosas. Estudiantes y profesores pasaban semanas cosiendo disfraces y construyendo escenografías. Buscaban conocerse. Sabían que debían anunciar a los habitantes de Weimar primero y Dessau después que, aunque parecieran raros, todo lo que aprendían en aquella escuela buscaba hacer la vida más fácil, más ingeniosa, más imaginativa y más democrática. Puro idealismo. El nazismo puso fin a ese experimento en 1933 y, aunque hubo otros intentos de hacer renacer los ideales de la escuela, el entusiasmo se disolvió. La obra de sus profesores y sus estudiantes pasó a escribir las páginas más rompedoras de la historia del arte moderno. Se cumplen 100 años del experimento. En ningún momento han dejado de ser vanguardia.

 

Berlín

Walter Gropius culminó su colaboración con la escuela de manera póstuma. Para cuando en 1979 el Archivo de la Bauhaus abrió sus puertas en la capital alemana -donde ha estado durante décadas-, el autor del edificio llevaba una década muerto. Gropius no pudo ver su emblemático diseño levantado. Los singulares tragaluces que iluminan la mayor colección del mundo de mobiliario bauhasiano confieren al edificio un aire fabril inesperado, pero muy acorde con los ideales de la escuela.

El inmueble, que atesora la documentación de la institución, tuvo que esperar tres lustros de permisos para poder construirse. Pero con el tiempo su fama se multiplicó. Y el Archivo, en medio de un parque de más de 10 kilómetros de largo, fue quedándose pequeño. Por eso, como ****traca final del centenario, el hoy llamado Museo de Diseño y Archivo de la Bauhaus reabrirá sus puertas multiplicado por tres. El centro abandonará la sede temporal en Charlottenburg que ha ocupado durante las obras y regresará a la orilla del canal Landwehr. El estudio berlinés Staab firma una ampliación muy respetuosa: una caja cúbica de vidrio que no rozará la arquitectura de Gropius. En el interior, la muestra Original Bauhaus (desde el 6 de septiembre del 2020) recuperará diseños menos conocidos que las sillas de Breuer o las teteras de Marianne Brandt. Lo hará como los buenos profesores: contará cómo fueron ideados y permitirá que los visitantes participen en cursos como los que realizaban los alumnos de la Bauhaus para descubrir qué les interesaba. Así, rendirá homenaje a una escuela cuya existencia duró 14 años y cuya vida, un siglo después de su fundación, empieza a parecer infinita.

 

Fuente
https://elviajero.elpais.com

 

 

(*) La traducción literal de Jugendstil sería “estilo joven o de la juventud” y designa la variante del Art Nouveau que surgió en Alemania durante la última década del siglo XIX. El término provenía del título de la revista Jugend, la cual, fundada por Georg Hirth en Munich en 1896, desempeñó un papel importante en la popularización del nuevo estilo.

(**) Una corrala es un tipo de vivienda característica del viejo Madrid, diseñada como casa de corredor con armazón general de madera, cuyos balcones dan a un patio interior.

(***) Lámparas, ceniceros, teteras que hoy en día utilizamos pensando que son diseños actuales son en realidad herederos del genio diseñador de una mujer que se coló en un mundo de hombres. Marianne Brandt fue la primera mujer en dirigir el Taller de Metal de la Escuela de la Bauhaus, a pesar de las reticencias de sus compañeros.

(****) Artíficio pirotécnico formado por una serie de petardos.